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derechos

Lun 11 Ene 2021

El derecho a envejecer dignamente

Por: Mons. Carlos Arturo Quintero Gómez - En Colombia y el mundo la vejez se convirtió en un problema complejo. Es verdad que, en diversas culturas, la vejez se interpretaba como una desgracia, implicaba un dolor que se llevaba a cuestas por la fatalidad de no ser observado. Es más, el concepto viejo o anciano pasó a ser un concepto peyorativo al que se le unieron otros términos degradantes que fácilmente se han ido introduciendo en la llamada ‘cultura del descarte’: decrepitud, senectud, vetestuz. En la literatura griega, por ejemplo, se hablaba de una vejez ridícula y repulsiva de las comedias y en tiempos de Homero, los consejos de ancianos eran órganos consultivos, pues las decisiones estaban en manos de los jóvenes. Sin embargo, para otras culturas antiguas, como la cultura hebreo cristiana, los ancianos estaban investidos de una misión sagrada, la vejez era sinónimo de sabiduría, la historia comprimida en un corazón que ardía de amor por la humanidad y, llegar a la ancianidad, era un privilegio como debería serlo hoy; la longevidad se leía como una recompensa por la vida digna y recta; de hecho, en el decálogo de la ley, Dios nos ofrece un mandamiento con una promesa: “honra a tu padre y a tu madre y tendrás larga vida” (Dt 5, 16) y el filósofo, Tales de Mileto, enseñaba: “espera de tus hijos lo que has hecho con tus padres”. La ancianidad o la vejez se vivía como una bendición. A mí me gusta la frase del Papa San Juan Pablo II hablando sobre la vejez, la llamaba “el otoño de la vida”, -citando a Ciceron- en su carta a los ancianos del 1 de octubre de 1999. Y el salmo 90 nos enseña: “Aunque uno viva setenta años, el más robusto hasta ochenta, la mayor parte son fatiga inútil porque pasan aprisa y vuelan”. No hay duda que las brechas generacionales tan evidentes en la sociedad de hoy ha llevado a subvalorar a los ancianos y esta pandemia nos ha dejado ver el pensamiento indolente de algunos gobernantes que se atreven a expresar públicamente que, si mueren los viejos, ya han vivido lo suficiente, como si esta fuera una sociedad solo para los jóvenes. Hoy más que nunca es importante transformar nuestro pensamiento y entender lo que significa envejecer; cuando las personas se detienen en su historia personal y se bloquean en su vida es cuando empiezan a envejecer. Baste darnos cuenta que hay muchos jóvenes con el corazón arrugado y muchos ancianos con el corazón rejuvenecido, capaces de hacer fiesta en medio del dolor y de sembrar esperanza en medio de la desdicha. El confinamiento de los adultos mayores, encerrados en sus casas, es una evidencia social que nos debe hacer pensar si realmente los estamos encerando para cuidarlos y custodiarlos porque son un tesoro para nuestra sociedad o simplemente, los encerramos por considerarlos un peligro de contagio para la sociedad. Nuestros ancianos son un patrimonio cultural, social, familiar; ellos, llevan en su corazón los trazos y las huellas de una historia vivida entre luces y sombras; ellos, con su sonrisa, su rostro lleno de arrugas y sus manos encallecidas, nos revelan la verdad de una historia tejida entre violencias y senderos de paz. Ellos, con su fe, tenacidad y arrojo nos muestran que la vida no ha llegado a su fin y el valor de la confianza en Dios. Los ancianos, con su amor a Dios y a la vida, enseñan a las jóvenes generaciones que, superando las brechas generacionales y trabajando unidos por la paz, se construye una sociedad en armonía, más humana y justa. Así, podríamos entender que la vejez es un tesoro y que todos tenemos el derecho a envejecer dignamente. + Carlos Arturo Quintero Gómez Obispo de la diócesis de Armenia

Mié 29 Mar 2017

Los migrantes, un rostro humano que nos desafía

Por: Mons. Nel Beltrán Santamaría - Estamos en un año particular, marcado por las negociaciones gobierno–guerrilla y el comienzo del proceso electoral. En este contexto no hay que dejar morir en la conciencia nacional la imprescindible responsabilidad que tenemos con los migrantes. Por ellos y por nuestra propia dignidad. Los migrantes son una voz que toca la conciencia humana. Son retratos distorsionados de poblaciones que vivieron mejor. Al mismo tiempo, son rostros de la esperanza que no muere y no defrauda; y se convierten en un llamado de conciencia que puede despertar lo mejor que hay en nosotros: la solidaridad; y, así, renovar nuestra humanidad y, con ello, despertar todavía más el corazón de nuestra fe cristiana: el amor a los hermanos. Los primeros cristianos asombraban: “Miren como se aman”. Amar al migrante nos devuelve la identidad histórica: “En esto conocerán que son mis discípulos, en que se aman los unos a los otros”. Al servirlos, nos convierten en sacramentos del primer mandamiento. Un migrante es una persona con igual dignidad, derechos y deberes; con la misma vocación a realizarse como persona humana e hijo de Dios. Lo dijo hermosamente el Papa: “personas humanas”. ¡Sí! Con rostros e historias personales. ¡Son personas humanas! Eso lo resume todo. Por eso a las migraciones el Papa las define como “una crisis humanitaria”. Y los migrantes de hoy “son humanos fugitivos de sus propios países o regiones”. Eso es un trauma dramático a nivel internacional o a nivel interno. Fugitivos de otros humanos. De los grupos armados o de la pobreza o el despojo o de un modelo de minería o del narcotráfico, etc. Y lo poco que era suyo pasó a otras manos. Son fugitivos que lo dejaron todo. Se puede decir que fueron “despojados”. Hijos y rostro de una demencia social, política o ideológica. Fugitivos. Una manera de ser expatriados de la dignidad de personas humanas. Perdieron la patria de la humanidad. Son el rostro de una demencia. ¿Por qué salen de sus países o de sus regiones? ¿Por qué buscan Estados Unidos o simplemente, un tugurio un poco más seguro para la vida, en los cordones de pobreza de las grandes ciudades? ¿Con tan poco tienen? ¡No! Es porque lo primero es la vida, la familia, los valores como la propia religión… Los católicos tenemos una abundante sociología, teología y espiritualidad de las migraciones. Y muchos organismos de apoyo. Pero no los suficientes. Y no pretendemos ser los únicos sensibles a este dolor humano. Pero queremos ser fieles a nuestra fe. Y esperamos escuchar el último día: “vengan benditos porque fui fugitivo y me acogieron. Entren al Reino”. Un migrante es como un hombre-síntesis del pobre del Evangelio. Abandonado en el camino. Padece todas las necesidades que nos harán benditos del Padre si ayudamos a cubrirlas: hambre, sed, desnudez, desplazamiento, soledad… Benditos nosotros los que ayudamos a encontrar respuestas institucionales desde la dignidad de la persona humana. Cuantas veces lo hagamos lo hemos hecho a Cristo mismo. Y nos dirán: entren al Reino. Pero no solo nosotros. Sino también con ellos. Un paso clave en el servicio a los migrantes es tratar de mejorar la calidad de la acogida y ayudar a recuperar la dignidad oscurecida. Crear unas condiciones nuevas que favorezcan salir de las condiciones en las que llegan. Y ayudar a despertar una conciencia de humanidad y de derechos “humanos” que multipliquen la solidaridad social y despierten la sensibilidad de los gobiernos. Y es urgente comprender y difundir que las migraciones son más que solo un problema de carencias. Es un sistema de despojo asumido con pasividad política y social, convertido en cultura, en leyes y en modelos de urbanismos marginales. Fenómenos que no tocan la macro-economía o la política. Y a veces justificados en razones supuestamente religiosas. Son judíos, musulmanes, o cristianos. A veces, entre las propias religiones. Es una crisis cultural e institucional; local y mundial. Son males transversales en el mundo. En el democrático y en el dictatorial. Es la cultura de la exclusión, de la desigualdad, de las fronteras cerradas, de la reacción insegura frente al extranjero o diferente, como si ser migrante fuera una manera inferior de ser humano. ¡Así provengan del pueblo vecino! Gracias a las personas que acogen, a las que no dejan pasar desapercibidos a tantos humanos, a las que se organizan y trabajan para tratar de responder. “Benditos porque tuve hambre y me dieron de comer. Porque fui forastero y me acogieron”. DESTACADO: “Un migrante es como un hombre-síntesis del pobre del Evangelio” + Nel Beltrán Santamaría Obispo emérito de Sincelejo Fuente: Revista Vida Nueva