
"Acto infame": Iglesia expresa rechazo y se solidariza con familias de víctimas halladas en fosa común del Guaviare
Mié 2 Jul 2025
A través de un comunicado, la Diócesis de San José del Guaviare y la Delegación para las Relaciones Iglesia-Estado de la Conferencia Episcopal de Colombia (CEC) expresan su profundo dolor y rechazo categórico, tras el hallazgo de una fosa común con los cuerpos sin vida de ocho personas en el municipio de Calamar (Guaviare). Las víctimas, identificadas por la Fiscalía General de la Nación como líderes sociales y religiosos desaparecidos desde el 4 de abril, dedicaban su vida al servicio espiritual y comunitario.En el mensaje, la Iglesia se solidariza con los familiares de las personas asesinadas y califica este hecho como un "acto infame" que "representa una grave afectación a la vida social y la paz de la región". Además, refiere la consternación que genera en las familias y en la sociedad del Guaviare, donde persiste el conflicto armado.Reafirmando su compromiso con "la defensa de la vida, la dignidad humana, la justicia y la reconciliación en Colombia", la Diócesis de San José del Guaviare y la Conferencia Episcopal de Colombia hacen también un llamado urgente a los actores armados para buscar caminos de paz que permitan el desescalamiento del conflicto y la salvaguarda de la vida de las comunidades vulnerables.Vea también el mensaje del Delegado para las Relaciones Iglesia-Estado de la CEC sobre el comunicado:

Obras Misionales Pontificas de Colombia acompaña la formación misionera en Panamá
Mié 18 Jun 2025
En el marco del Primer Encuentro Nacional de la Pontificia Unión Misional (PUM), que se desarrolla del 17 al 19 de junio en Panamá, las Obras Misionales Pontificias (OMP) de Colombia se suman activamente a una serie de jornadas formativas dirigidas a obispos, sacerdotes, religiosos, seminaristas y animadores de la Infancia y Adolescencia Misionera (IAM). El objetivo de este espacio es claro: revitalizar el compromiso misionero y renovar el ardor evangelizador de la Iglesia local.El padre Samir de Jesús García Valencia, Director Nacional de las OMP de Colombia y Secretario Ejecutivo de la Comisión Episcopal de Misiones, participa como expositor principal, aportando su experiencia y visión pastoral a este proceso formativo. Su presencia refleja el espíritu de comunión misionera entre las Iglesias del continente y refuerza el papel de la PUM como alma y dinamismo de toda acción evangelizadora.El itinerario de formación se extiende por tres diócesis panameñas:•17 de junio: Diócesis de Chitré – Capilla Nuestra Señora del Carmen, en Los Canelos.•18 de junio: Diócesis de Penonomé – Comunidad Cristo Sembrador.•19 de junio: Arquidiócesis de Panamá – Casa Monte Alverna.Las jornadas proponen una espiritualidad misionera con enfoque sinodal, subrayando que la misión no es un apéndice de la pastoral, sino su núcleo esencial. A través de dinámicas formativas y momentos de oración, se anima a los participantes a redescubrir la identidad de la PUM como fuerza interior que anima, une y proyecta la misión de la Iglesia en todos sus ámbitos.Desde Panamá, OMP Colombia celebra la oportunidad de fortalecer los procesos formativos misioneros y reafirma su compromiso con una Iglesia en salida, donde cada bautizado asuma con alegría, profundidad y convicción su vocación evangelizadora.

Ni mayorías ni minorías: "Los obispos somos misioneros y servidores de la armonía en la Iglesia", afirma cardenal Luis José Rueda
Mié 9 Jul 2025
Este miércoles 9 de julio, en su CXIX Asamblea Plenaria, los obispos colombianos compartieron propuestas para reavivar su ministerio como pastores de esperanza en clave sinodal. El cardenal Luis José Rueda Apariciolideró la reflexión teológico-pastoral central, destacando que"el obispo no puede vivir su ministerio en soledad, sino en, con y para la comunidad". El purpurado hizo énfasis en lasinodalidadcomo eje de su misión.Inspirados en la advocación de la Reina y Patrona de ColombiaLa jornada coincidió con los106 años de la Coronación de la Virgen del Rosario de Chiquinquirá, patrona de Colombia. Durante la Eucaristía de apertura, monseñorFrancisco Javier Múnera Correa, presidente del episcopado, recordó el mensaje con el que el Papa Francisco acompañó el rezo del Angelus en septiembre de 2017 en Cartagena, en él, vinculó la devoción mariana con la defensa de los excluidos:"La Virgen, representada en una tela desgastada y luego restaurada, es paradigma de quienes trabajan por recuperar la dignidad de los hermanos caídos... como los migrantes, víctimas de violencia o los pobres, que son imagen viva de Dios", afirmó.Inspirado enSan Pedro Claver, el también Arzobispo de Cartagena subrayó el llamado a sus hermanos, para serservidores de la paz, la justicia y la reconciliación.Claves para un episcopado sinodalEn plenaria, basado en los numerales70 y 71 del Documento Final del Sínodo sobre la Sinodalidad, el cardenal Luis José Rueda Aparicio planteó ejes concretos para vivir el ministerio episcopal en Colombia:1. El ministerio se vive en comunidad, no en soledad"No estamos para vivir un ministerio en soledad. Somos servidores, trabajadores de la viña del Señor, pero en comunidad", afirmó, retomandoLumen Gentium. Destacó lavisita pastoralcomo herramienta esencial para"escuchar al Pueblo de Dios".2. La fraternidad como esencia de la misiónEl Arzobispo de Bogotá y Primado de Colombia subrayó la necesidad de:- Fortalecer las provincias eclesiásticas, promoviendo encuentros entre obispos y valorando el aporte de losobispos eméritos:"Son hermanos en una condición diferente de servicio".- Considerar la posibilidad de aumentar el número de obispos auxiliares y reconocer en ellos una oportunidadpara garantizar transversalidad misionera en las Iglesias particulares.- Priorizar el acompañamiento a la vida consagradafemenina y masculina.3. Humanizar el ministerio"Ayudemos a los fieles a no cultivar expectativas irreales sobre nosotros. Reconocer que también somos frágiles, que tenemos muchas cosas por mejorar y reconstruir en nuestras vidas. Si no nos mostramos perfectos, la expectativa en el pueblo de Dios cambia". Destacó también la importancia de que los obispos tengandirector espiritual y confesor.4. Armonía, no mayorías“No hay que ver las mayorías ni las minorías, sino la armonía. Los obispos somos los misioneros y servidores de la armonía en la Iglesia, con la fuerza del Espíritu”, explicó, promoviendo laconversión relacionaldesde el modelo de Jesús, particularmente en contextos de fragmentación, como el colombiano.Implementación sinodal: el obispo como "puerta de entrada de la sinodalidad"El cardenal Luis José presentó también lasnuevas pistas para la fase de implementación del Sínodo que se llevará a cabo entre este año y el 2028, orientaciones propuestas por la Secretaría General del Sínodo, organismo al que actualmente pertenece el purpurado colombiano. Explicó que el texto cuenta con el aval del Papa León XIV en lógica de continuidad y enfatizó que el obispo debe ser el "principal responsable" de dicha implementación, destacando la necesidad de:- Crearequipos sinodales diocesanoscon laicos, sacerdotes, religiosos y seminaristas.- Conservar laconversación en el Espíritucomo metodología en la Iglesia colombiana.- Mantener unamirada compasivahacia los sufrimientos del mundo.Desafíos a la luz de “Apostolorum Successores” y desde la perspectiva regionalTras esta ponencia, los obispos trasladaron su reflexión a espacios de trabajo grupal, divididos en siete grupos regionales, cada región compuesta por dos provincias eclesiásticas. Allí fueron orientados por el Directorio para el Ministerio Pastoral de los Obispos “Apostolorum Successores”, publicado por la Congregación para los Obispos en el año 2004.Este texto guía presenta una visión integral del Obispo como Sucesor de los Apóstoles, maestro de la fe, santificador y guía de la Iglesia local; destaca la importancia de la colegialidad episcopal y la comunión con el Papa; orienta sobre la organización de la diócesis, la relación con los presbíteros, los religiosos y los laicos; subraya la formación continua del Obispo y su responsabilidad de formar a sus colaboradores; e invita a una gestión pastoral prudente y transparente, promoviendo la corresponsabilidad y la caridad pastoral.Entre las conclusiones sobre su identidad y misión para ser profetas, testigos y servidores de la esperanza en Colombia los prelados identificaron prioridades como:"El obispo debe ser un hombre de fe que transmita la alegría del Evangelio y construya comunidad": monseñor Ricardo Tobón, arzobispo de Medellín."Nuestro estilo debe reflejar a Cristo: cercano a los pobres y sufrientes, como Él lo fue": monseñor José Miguel Gómez, arzobispo de Manizales."Los sacerdotes son nuestros primeros destinatarios; muchos pierden esperanza frente a dificultades. También acompañaremos a familias y jóvenes": monseñor Luis Fernando Rodríguez, arzobispo de Cali.Vea los detalles más destacados de esta jornada en el Informativo del Episcopado Colombiano:

Así va la CXIX Asamblea: Obispos colombianos reflexionan sobre experiencias y desafíos de su ministerio entorno al anuncio de la esperanza
Mar 8 Jul 2025
Este martes, 8 de julio, los obispos colombianos dedicaron sus espacios de oración, reflexión y trabajo a profundizar, especialmente, en el tema central de esta CXIX Asamblea Plenaria: su ministerio episcopal. En medio de múltiples desafíos eclesiales y en un contexto marcado por la polarización, la violencia y las crisis sociales, analizaron cómo fortalecer su misión pastoral para responder a las urgencias del país.¿Cómo ser más cercanos y proféticos? ¿Cuáles podrían ser las claves para convertirse en pastores de esperanza, en medio de tantos desafíos que viven hoy sus comunidades?: Fueron algunos de los interrogantes que suscitaron su discernimiento."Necesitan pastores": un llamado a la cercaníaLa jornada inició con una Eucaristía presidida por monseñorLuis Fernando Ramos Pérez, arzobispo de Puerto Montt (Chile), quien invitó a los obispos a ser"pastores cercanos a un pueblo extenuado y abatido". Basado en el Evangelio de Mateo, destacó que"Jesús vio a la multitud y dijo: necesitan pastores", subrayando la importancia de interpretar correctamente las realidades sociales y eclesiales para acompañar a las comunidades en medio de crisis familiares, laborales y económicas.Más tarde, en su reflexión teológico-pastoral, el prelado chileno invitó a reconocer la importante misión de los diáconos permanentes; ser consuelo para sacerdotes y miembros de la vida consagrada; y recordar que su servicio al mundo es desde el mensaje del Señor. Además, se refirió a algunos signos que hoy pueden amenazar la esperanza (a nivel social y eclesial). Entre ellos, la ausencia de paz y de justicia, la dolorosa realidad de los abusos y el clericalismo.El arzobispo chileno enfatizó que los obispos son facilitadores de la conexión entre las comunidades y el Señor."Lo que yo traté de compartir, a partir de lo que me ha tocado vivir como sacerdote y también como obispo, es el valor de la esperanza como virtud teologal. Nuestra esperanza se funda en la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, que fue capaz de atravesar lo más terrible: la muerte", afirmó el prelado.Durante su reflexión, entre los aspectos clave del ministerio episcopal, destacó:Fundamento cristológico de la esperanza"Esa esperanza nos permite mirar hacia el futuro con certeza de que lo que anhelamos -la vida bienaventurada en el Señor- se concretiza en la medida que estamos vinculados a Cristo".El servicio sacramental como puerta de gracia"Cada vez que celebramos un sacramento, abrimos una puerta enorme de la trascendencia divina a nuestra contingencia frágil. Dios llega con su gracia como bálsamo".Vivir el ministerio como entrega "Ser pastores testigos de la esperanza implica entregar nuestra vida para que el mundo tenga vida".Testimonios episcopales: entre desafíos y aprendizajesUn panel de obispos compartió experiencias clave de su ministerio, destacando laoración, elconocimiento de las culturas localesy elautocuidadocomo pilares para mantener la esperanza. En él, participaron el Arzobispo Chileno, y por Colombia, monseñor José de Jesús Quintero Díaz, Vicario Apostólico de Leticia, monseñor Rubén Darío Jaramillo Montoya, Obispo de Buenaventura y monseñor Carlos Germán Mesa Ruiz, Obispo Emérito de Socorro y San Gil.Monseñor William Prieto Daza, obispo de San Vicente del Caguán, fue el moderador de este panel, que, más adelante, dio apertura a un diálogo. Al final, destacó la riqueza del espacio desde la posibilidad de conocer el testimonio de “cuatro hermanos obispos de diferentes edades, diferentes años de ordenación sacerdotal y ver cómo en medio de las luces y de las cruces que se llevan en el ministerio”, se puede contemplar la gracia de Dios, su fidelidad y cómo Él hace surgir la esperanza en medio de tantas realidades difíciles y diversas de nuestro país. Además, refirió lo significativo que es para él, como obispo joven, nombrado hace apenas nueve meses en un territorio de misión.Por su parte, monseñor Carlos Germán destacó los contrastes de su ministerio de más de 20 años:En Arauca:"Me decían que era un 'laboratorio de guerra'. Intentamos convertirlo en laboratorio de paz. No fue fácil en este contexto tan tremendo que vive Colombia".En Santander:"Una diócesis con raíces comuneras, donde hay que entender las culturas locales. Los santandereanos son muy religiosos, pero con esa característica de cambio que los identifica".Sobre su actual condición de obispo emérito, explicó: "El obispo emérito no deja de ejercer sus tres oficios recibidos en la ordenación, pero de otra manera".Monseñor Mesa Ruiz enfatizó que"la unidad en la diversidad es esencial. Creemos en una Iglesia una, santa, católica y apostólica, pero con diversidad de dones y carismas".Claves para un ministerio profético en ColombiaDurante los diferentes espacios, los prelados coincidieron en que su servicio debe priorizar aspectos como:1. La unidad, siguiendo el llamado del Papa León XIV a ser"principio visible de unidad"en una sociedad fragmentada.2. El acompañamiento concreto, especialmente en zonas afectadas por violencia y pobreza.3. El diálogo, tanto al interior de la Iglesia, como en los espacios sociales y políticos.Entre las herramientas para mantener la esperanza, destacaron: la oración para tener la presencia de Dios como principal fortaleza, así como conocer y vivir a fondo la cultura de las comunidades que pastorean.Entérese de los detalles en la nueva emisión del informativo del Episcopado Colombiano. Véala a continuación:
¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos Confío!
Vie 27 Jun 2025

Por Mons. José Libardo Garcés Monsalve - El mes de junio está consagrado en la Iglesia para contemplar el Crucificado y mirar en Él su costado traspasado y orar con corazón limpio diciendo: ¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos Confío! Esta oración nos pone en una actitud de pobreza evangélica, es decir, en una confianza total en el Señor; poniendo nuestra vida en sus manos, presentándole nuestras fatigas diarias y pidiendo que perdone nuestros pecados. Esta certeza la tenemos en su misma Palabra: “Vengan a mí, los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para su vida. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 28-30).
No hay nada más agobiante que el pecado en la propia vida, que causa amargura y destruye la propia existencia, deteriorando la relación con Dios y con los demás. Por eso, hay que contemplar el Crucificado, para recibir la gracia del perdón por nuestros pecados y el alivio que brota del Corazón amoroso de Jesús, que es rico en misericordia. Que sigue teniendo compasión de nosotros y del mundo entero, para que ninguno se pierda, porque “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ez 33, 11), ya que Él no vino al mundo para juzgar y condenar, sino para salvar (Cf. Jn 12, 47) y ofrecer a todos, una vida nueva que brota de su amor y misericordia.
Muchos seres humanos en el mundo viven llenos de odio, resentimiento, rencor, venganza que causan violencia y muerte; todos estos males se producen en el corazón humano que está dividido y enfermo. Ya desde el antiguo testamento el profeta Jeremías experimentó esta realidad cuando afirmó: “Nada más falso y enfermo que el corazón del hombre” (Jer 17, 9) y Jesús en el Evangelio nos lo afirma cuando dice: “Sin embargo lo que sale de la boca viene del corazón, y eso es lo que mancha al hombre. Porque del corazón vienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios y las injurias. Eso es lo que mancha al hombre” (Mt 15, 18-20). Quedando claro que al revisar nuestra vida podemos encontrar nuestro corazón lleno de odio y resentimiento que causa maldad, división y violencia en cada familia y en la sociedad.
Frente a esta realidad que está en el interior de cada uno de nosotros, Jesucristo es nuestra esperanza, “una esperanza que no defrauda” (Rm 5, 5a). Él viene a ofrecernos su perdón y su misericordia, que brotan de su corazón que está lleno de amor para con cada uno de nosotros. Él viene a sanar las dolencias internas y darnos paz y sosiego en medio de tanta división, porque “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5b). Él quiere quedarse para habitar en cada corazón y en cada familia y darnos su perdón misericordioso. Hoy se hace más necesaria la súplica al Señor ¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío!, reconociéndolo en el sacramento de la Reconciliación cuando somos perdonados; en la Eucaristía, donde somos alimentados con su cuerpo y con su sangre; para darnos vida en abundancia y la salvación eterna. Lo vivimos con un corazón grande para amar, para llegar hasta Él y descansar en Él en los momentos más difíciles de nuestra vida.
Todos necesitamos la humildad y mansedumbre del corazón traspasado de Jesucristo, para volver a tomar el rumbo personal y familiar, marcado por tanta dificultad y confusión por la que pasamos a causa de la pérdida del sentido de Dios, “Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan” (Sal 22, 4). Todos necesitamos del perdón y la reconciliación que vienen del Corazón amoroso de Jesús para vivir reconciliados y en paz en nuestras familias y en la sociedad, “Tu bondad y tu misericordia me acompañan” (Sal 22, 6). Cuánto bien nos hace dejar que Jesús vuelva a habitar en nuestro corazón y nos lance a amarnos los unos a los otros con su Corazón lleno de amor. Por esto, tenemos que orar y pedirle al Señor que venga en nuestro auxilio, por eso le decimos con fe y esperanza, ¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío!
La gracia que nos da la misericordia de Dios con el perdón que gratuitamente nos ofrece Jesucristo, la recibimos como Palabra de Dios que nos libera de la esclavitud del pecado que nos divide y llena el corazón de odio y resentimiento, para darnos capacidad de amar y transmitir a los demás la misericordia con el amor del Corazón de Jesús, “Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros. “Con cuánta más razón, pues, justificados por su sangre, seremos por Él salvados del castigo” (Rm 5, 8).
Todo viene de Dios, que nos ha reconciliado consigo por el Corazón de Cristo. Dios Padre, en efecto, es quien, en el Corazón de Cristo nos perdona, no tomando en cuenta nuestros pecados. Es por esto que la Iglesia nos suplica, por las entrañas de Cristo: Dejémonos reconciliar con Dios y nos invita a confiar en el Señor, repitiendo siempre: ¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío! Alimentados con la Eucaristía y fortalecidos con la oración, recibamos del Señor las palabras: “Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8). Que la Santísima Virgen María y el Glorioso Patriarca San José, alcancen del Señor la misericordia y el perdón y un corazón grande para amar.
En unión de oraciones, reciban mi bendición.
+José Libardo Garcés Monsalve
Obispo de la Diócesis de Cúcuta
Política y ética
Mar 17 Jun 2025

Por Mons. Ricardo Tobón Restrepo - Estamos viviendo un momento preocupante en nuestro país. Hay incertidumbre política, se difunde un inaceptable lenguaje de odio, se está incrementando peligrosamente la violencia en varias regiones, se percibe un debilitamiento de la Fuerza Pública, se presentan dificultades en la estabilidad fiscal, se abren puertas a la impunidad en nombre de la paz, no cesan las acciones del narcotráfico, se quiere desconocer o degradar el Estado de Derecho, se resquebraja la unidad nacional, el sistema democrático puede estar en peligro, se van acumulando el resentimiento y el miedo.
Esta situación obliga a pensar en el sentido y la forma de hacer política. Toda persona humana tiene conciencia política porque necesita vivir con otros el razonamiento, el encuentro, el intercambio, la proyección al futuro y la reconciliación. Esto implica acordar un plan común y dirimir las diferencias con el diálogo y no con la violencia. Se requiere renunciar a los deseos, intereses y proyectos propios para optar por el bien común, respetando los derechos de los demás. No puede entenderse la política como un negocio o una plataforma de poder, sino como un servicio que conlleva la cooperación de todos.
Cuando esto no se da, vienen la inequidad social, la corrupción, la desorientación de la juventud, el incremento de corrientes migratorias, la desintegración de las instituciones, la violencia en múltiples formas, la pobreza. A la raíz, se puede constatar siempre la arrogancia de los que se sienten superiores, los intereses mezquinos que venden la conciencia y la verdad por cualquier ventaja económica, el egoísmo que genera las desigualdades sociales, la falta de formación socio-política para ver lo mejor y lo que es posible realizar y, finalmente, la falta de compromiso de todos.
Es lamentable que, frente a la realidad política, con frecuencia los ciudadanos nos marginemos o nos resignemos. Pericles decía que quien no participa en la vida de la ciudad no es una persona pacífica sino inútil. El peor analfabeto, para Bertolt Brech, es el analfabeto político: no sabe siquiera que el costo de la vida depende de decisiones políticas. Maquiavelo, por su parte, advirtió que si no hay ciudadanos capaces de vigilar, resistir e implicarse en la búsqueda del bien común, la república muere y se convierte en el lugar donde unos pocos dominan y todos los demás sirven.
En efecto, se llega a un país que no sabe a dónde va ni cómo debe dirigir su camino, que depende de la veleidad del gobierno de turno siempre queriendo inventar en su período todo de nuevo. Así se puede caer en propuestas improvisadas para cambiar arbitrariamente el paradigma de la política y de la economía, para destruir la institucionalidad y aun para afectar el sistema democrático. Este inadecuado proceso puede traer también el cansancio y el agotamiento del pueblo que conduce, aunque sea un suicidio, a aceptar alternativas improvisadas sin medir realmente sus alcances y consecuencias.
Es preciso cuidar una verdadera forma de hacer política sobre la base de la justicia social, los valores fundamentales y la convivencia pacífica. La comunidad, a través de partidos sólidos y de movimientos sociales bien orientados, tiene que asumir la vigilancia y la participación ciudadana a fin de defender la dignidad de las personas, la libertad, la verdad, la justicia, el bien común y conducir un comportamiento político marcado por la moral. El desprecio de la ética lleva a una relación promiscua entre los intereses públicos y privados, que siempre genera escándalos de corrupción, mentira y diversas formas de violencia.
El momento que estamos viviendo en Colombia exige reflexionar a fondo y tomar decisiones con lucidez y coraje. No puede ser hora de un lenguaje incendiario y de odio o de seguir la actitud mecánica de quien se margina o de quien se irrita y mata. Es necesario buscar dónde están las equivocaciones y qué debemos hacer de un modo concreto. Hay que reforzar la construcción moral que afiance el orden social en valores fundamentales, respaldar las personas íntegras y los proyectos válidos para el país, no dejarnos llevar del miedo o la apatía. Urge cuidar la democracia, la institucionalidad y la unidad nacional. Este es un momento en que es necesario orar mucho, fomentar un serio compromiso político y mantener la cordura y la esperanza.
+ Ricardo Tobón Restrepo
Arzobispo de Medellín
“Hagan esto en memoria mía” (1Cor 11, 24)
Mar 17 Jun 2025

Mons. José Libardo Garcés Monsalve - Avanzando en el desarrollo del Plan de Evangelización de nuestra Diócesis, hacemos nuestro el mandato del Señor a la misión que nos dice: Sean mis testigos (Hch 1, 8) y para este mes de junio, “Compartan con el necesitado”, con el momento significativo del Corpus Christi, el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Solemnidad que celebramos el próximo domingo, recordando que Jesús se nos da como alimento que nos lleva a la vida eterna: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 54). La eucaristía es el alimento de la vida, que en esta tierra nos da fortaleza para cumplir con nuestra misión y en la eternidad nos da la salvación.
El sacramento de salvación por excelencia es el misterio pascual, que tiene su expresión sacramental en la eucaristía, del cual nace la Iglesia, ya que la Iglesia es Cuerpo de Cristo, porque Cristo ha entregado su cuerpo y su sangre para alimentarnos y llegar a ser uno con Él, “el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía’. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: ‘Este cáliz es la nueva alianza en mi Sangre; hagan esto cada vez que lo beban, en memoria mía’ (1Cor 11, 23 - 25).
El don de la eucaristía ha sido entregado por Jesús en la última cena, cuando también regaló a la Iglesia el don del sacerdocio y el mandamiento del amor. El memorial de la eucaristía está en estrecha relación con el don del sacerdocio ministerial, cuya institución la Iglesia ha visto vinculada en el mandato del Señor “Hagan esto en memoria mía” (1Cor 11, 25); de tal manera, que son los sacerdotes quienes actualizan ese memorial eucarístico de generación en generación, porque, “la eucaristía es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la eucaristía y a la vez que ella” (Ecclesia De Eucharistia, 31).
La eucaristía es el memorial del Señor, de su pasión, muerte y resurrección, un don hecho de una vez para siempre, que se viene actualizando a lo largo de la historia, donde sucede el sacrificio del Señor que se nos da como alimento y nos entrega la salvación. Así lo expresa san Juan Pablo II: “Cuando la Iglesia celebra la eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de Salvación y se realiza la obra de nuestra redención” (Ibid, 11).
Con esto entendemos que la eucaristía es el don más precioso y más sublime que recibimos cuando comulgamos, porque es el mismo Jesucristo que se nos da como alimento, es la entrega de todo su ser por la salvación de todos nosotros. Así lo enseña san Juan Pablo II: “La Iglesia ha recibido la eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos” (Ibid). De tal manera, que un cristiano no tiene que confundirse buscando apariciones, comprando aceites o llenándose de cosas superficiales. En la eucaristía encontramos lo más sublime, a Jesucristo mismo que nos salva.
La Iglesia tiene como centro a Jesucristo que desde el sacrificio redentor en la cruz, nos ofrece su perdón y reconciliación, para que limpios de corazón podamos llegar hasta el Padre que espera el regreso del hijo que se ha perdido, para acogerlo en la gran fiesta del banquete celestial, que se realiza en esta tierra en cada eucaristía. San Juan Pablo II nos lo enseña cuando afirma: “El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la eucaristía son un único sacrificio. La misa hace presente el sacrificio de la Cruz. La naturaleza sacrificial del misterio eucarístico no puede ser entendida, como algo aparte, independiente de la Cruz o con una referencia indirecta al sacrificio del Calvario” (Ibid, 12).
Así pues, todos los creyentes entendemos que eucaristía y Crucificado forman una unidad, cuando participamos de la eucaristía adoramos a Jesucristo presente en el altar y levantamos la mirada y contemplamos el Crucificado y ahí entendemos todo el misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Ahí comprendemos el sacrificio redentor, la entrega total de su vida por cada uno de nosotros.
Es muy importante contemplar la unidad que se da en el presbiterio entre altar y crucificado, porque allí está un solo Señor, Jesucristo ofreciéndose por la salvación de todos. Por esto, en el presbiterio siempre se ha de tener en el centro un Crucificado y no una imagen de un santo, ni tampoco ninguna devoción, ni advocación especial. Allí se tendrá la síntesis del sacrificio redentor, que es Jesús Crucificado, que con el altar eucarístico forman una perfecta unidad, de donde brota la oración contemplativa del creyente, de rodillas frente al Santísimo Sacramento, adorando la eucaristía y mirando, abrazando y contemplando el Crucificado.
Oremos todos los días de rodillas frente al Santísimo Sacramento, adorando la eucaristía y contemplando el Crucificado, pidiendo que podamos dar a la eucaristía todo el relieve que merece, poniendo todo el esmero por vivir la eucaristía con la mayor dignidad posible. Que, al celebrar el Corpus Christi, podamos tomar conciencia de la grandeza del don que se nos ha dado en la eucaristía. Que la Santísima Virgen María y el Glorioso Patriarca San José que custodiaron a Nuestro Señor Jesucristo, alcancen del Señor para nosotros la gracia de contemplar y adorar la eucaristía con fervor espiritual.
En unión de oraciones, reciban mi bendición.
+José Libardo Garcés Monsalve
Obispo de la Diócesis de Cúcuta
Carta pastoral del Arzobispo de Cali: "Hacia una paz desarmada y desarmante"
Mar 10 Jun 2025

Por Mons. Luis Fernando Rodríguez Velásquez - En los momentos difíciles que estamos viviendo en Colombia, no puede ser más oportuna esta frase del papa León XIV, dicha en el balcón de la Basílica de San Pedro en su primera bendición Urbi et Orbi el día de su elección el 8 de mayo de 2025, pues se convierte en un clamoroso llamado para que seamos capaces de desarmar los corazones, las manos y la palabra.
Un llamado a la esperanza.
Como arzobispo metropolitano de Cali, siento el deber pastoral de compartir estas sencillas reflexiones cargadas de esperanza, para que la Palabra de Dios logre permear las mentes y los corazones de todos, de manera que seamos capaces de afrontar esta dolorosa realidad, que es solo la punta del iceberg de lo que desde hace tiempo estamos viviendo en nuestro territorio.
Digo esto porque hasta el mes de enero de 2025 son más de 2.437 las muertes violentas de ciudadanos colombianos, según el Instituto de medicina legal y ciencias forenses, de los cuales 1.232 son homicidios y 231 suicidios. En este mes se dice que la cifra está cerca de 400 víctimas por encima del promedio mensual. Un dato no menor es que hasta finales de abril de 2025, se han registrado 123 feminicidios y se constata el incremento de los atentados contra las personas LGBTI. Es decir, el drama de la violencia y la muerte está presente desde hace años en nuestro país, solo que el atentado de una persona pública, precandidato a la presidencia, hace más visible y acuciante el problema, puesto que trae a la memoria también nuestra historia de dolor.
En nuestras comunidades parroquiales, y en buena parte de los municipios del Valle del Cauca, sin hablar de los territorios del sur occidente colombiano, podemos percibir un sentir de inseguridad y de temor en buena parte de la población. Sobre todo los jóvenes están siendo víctimas primarias del flagelo de la muerte o la utilización para actos delictivos, como el adolescente de catorce años que empuña su arma para atentar contra un ser humano, según dijo con angustia “para llevar a dinero a su familia”. Duelen estos testimonios para darnos cuenta de lo bajo a lo que estamos llegando como sociedad.
Esto, sumado a la pobreza, el desempleo, el hambre, el narcotráfico, la corrupción y las incertidumbres de índole político, hace que se vayan acrecentando sentimientos de desesperanza y miedo.
Necesidad de salir de la espiral de violencia.
Es duro reconocer que, desde el inicio de la historia de la humanidad las personas han sido violentas. Comienza con el fratricidio de Caín contra su hermano Abel (Gn. I, 8); los relatos de muerte y guerras del Antiguo Testamento son muestra de esta violencia. A Jesús le tocó formar a sus discípulos para la paz. En alguna ocasión en que iban camino de Jerusalén y no fueron recibidos en Samaría, “los discípulos de Jesús, Santiago y Juan, le dijeron: ¿quieres que mandemos que caiga fuego del cielo y los destruya? Pero Jesús se volvió hacia ellos y los reprendió” (Lc. 9, 53-55). Luego, cuando estaban en el huerto de Getsemaní, “uno de los que estaban con Jesús tomó su espada, la desenvainó e hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja. Jesús, entonces, lo reprendió: ¡vuelve tu espada a su lugar!, pues todos los que empuñan espada, a espada morirán” (Mt, 26, 52).
Por esto mismo, el énfasis de Jesús en su trabajo evangelizador, tuvo como centro el mandamiento del amor. “Este es mi mandamiento: ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn. 15, 12) les dijo y nos lo sigue diciendo con ardor. No era un mandamiento nuevo per sé. Es el mismo mandamiento que tiene su raíz más profunda en la conciencia del ser humano, como referente clave de Dios en cada corazón, que está llamado a reconocerla y ser capaz y dejarse guiar por ella. Pero ¡cómo estamos de distantes de esto!. El ser humano, el de ayer y el hoy, está sumido, se ha dejado dominar, por lo que San Pablo denomina las obras de la carne, contrarias a los frutos del Espíritu (cfr. Gal. 5, 16 – 26).
Ya el papa León XIV en su homilía de inicio del ministerio petrino, el 18 de mayo de 2025, decía que “en nuestro tiempo, vemos aún demasiada discordia, demasiadas heridas causadas por el odio, la violencia, los prejuicios, el miedo a lo diferente, por un paradigma económico que explota los recursos de la tierra y margina a los más pobres. Y nosotros queremos ser, dentro de esta masa, una pequeña levadura de unidad, de comunión y de fraternidad. Nosotros queremos decirle al mundo, con humildad y alegría: ¡miren a Cristo! ¡Acérquense a Él! ¡Acojan su Palabra que ilumina y consuela! Escuchen su propuesta de amor para formar su única familia: en el único Cristo nosotros somos uno”.
Este llamado del Papa lo hago propio, e invito a todos los colombianos, a quienes hacen parte de la Arquidiócesis de Cali, a quienes me dirijo inicialmente en esta Carta Pastoral, a que seamos auténticamente humanos, es decir, personas con un corazón de carne capaz de amar, de perdonar, de respetar la diferencia, de dialogar; con un corazón humilde para acoger al otro y sus ideas.
Recuperar el valor de la ética.
Un aspecto que estamos llamados a poner nuevamente sobre la mesa, es el compromiso ético de todos. Desde el más simple ciudadano de a pie, hasta quienes están al frente de los gobiernos en todos los estadios de sus funciones en la vida pública o privada, debemos recuperar una ética que nos permita avanzar por caminos de paz y de reconciliación.
Es necesario que todos asumamos el compromiso de poner en práctica la llamada ética de los mínimos, que para nosotros los cristianos debe ser la ética de los máximos animada por el amor, de forma que la convivencia ciudadana sea pacífica y propicie el entendimiento y el desarrollo integral de todos. Por tanto, es fundamental que se retome el respeto de la legalidad y la legítima autoridad; que nadie se abrogue el derecho de tomar justicia por mano propia; que los derechos humanos sean siempre respetados; que se consolide y valore el estado de derecho constitucional; que el diálogo y la concertación primen sobre los actos de violencia y discriminación.
Qué importante que tomáramos todos conciencia de que un buen cristiano debe ser un excelente ciudadano. Recuperemos los principios básicos de una ética del respeto, de la valoración de la vida, de los bienes y de la casa común, que va más allá de los credos religiosos, ideológicos o políticos, que hace posible que avancemos en lo que San Pablo VI denominaba la “civilización del amor”.
Por una conciencia ética valiente.
Los clamores de tantos invitando a la pacificación y moderación de las manos, de las acciones y del lenguaje, servirán sin duda a la reconstrucción del tejido social, roto. Que estos clamores sean leídos y acogidos como el despertar de una conciencia ética valiente, animada por el deseo de convertirse, es decir, de rehacer el camino por la senda de la fraternidad y de la paz.
El libro de los Proverbios dirá que es necesario “con todo cuidado vigilar el corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida. Apartar de él las palabras perversas y alejar de los labios la maldad” (4, 23-24), como una forma de alcanzar la meta de la unidad. Es el corazón el centro de todo nuestro actuar, como lo afirmará el papa Francisco en su encíclica Dilexit nos, sobre el Corazón de Jesús. “En este mundo líquido es necesario hablar nuevamente del corazón, apuntar hacia allí donde toda persona, de toda clase y condición, hace su síntesis”.
(n. 9). Y eso nos está faltando. Hay que volver al corazón de carne que nos hace más humanos. Porque no lo hacemos, la ética desaparece y el amor se convierte en una connivencia egoísta que destruye almas y cuerpos. Somos capaces de ser mejores seres humanos, y María, Madre de la Iglesia y Madre de todos, está a nuestro lado para lograr este soñado fin.
Con María caminamos en la esperanza.
Escribo esta Carta en la memoria litúrgica de María, Madre de la Iglesia. Esta celebración nos propone como texto evangélico el de San Juan en el capítulo 19: “Junto a la cruz de Jesús estaban también su madre y cerca de ella el discípulo que Él tanto amaba. Jesús le dice: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre” (Jn. 19, 25-27).
Sin duda que para María fue el momento más de duro de su vida. Estaba abrazada a la cruz de su Hijo que, siendo víctima inocente, se ofrecía por todos. Ella sabía que era Dios, y que seguro habría de resucitar. Pero esto tampoco le menguaba su pesar, ni secaba sus lágrimas. En el máximo de su dolor, nos es entregada como madre, para que su dolor se convirtiera en consuelo para quienes sufrimos toda clase de penas, como las que actualmente experimenta Colombia y el mundo entero. Ella es la mujer fuerte que acompañó a la Iglesia naciente en la oración, animándola a ser fiel a su Hijo y a no perder nunca la esperanza.
En el Corazón Eucarístico de Jesús tenemos vida.
Los exhorto para que pongamos la mirada en el corazón de Jesús “que nos amó hasta el extremo” (Jn. 13,1), y que nos dijo con ternura, “vengan a mi todos los que están cansados y agobiados, y yo les haré descansar” (Mt. 11, 28). Estas palabras de consuelo nos deben animar a no dejarnos dominar por la desesperanza y a fortalecer las iniciativas adecuadas para superar juntos los momentos de prueba y de dolor.
El domingo 22 de junio celebramos la solemnidad de Corpus Christi. La Eucaristía es la fuente y el culmen de la vida cristiana. Es el sacramento de la unidad, de la fraternidad, de la solidaridad, del perdón. Es también el sacramento que nos alienta en los momentos de fragilidad. Por eso pido a todos los párrocos de la Arquidiócesis de Cali, que dispongan para ese día una importante procesión, de manera que todas las parroquias llenen las calles de sus barrios con el suave olor de Cristo Eucaristía que pasa bendiciendo casas, negocios y, sobre todo personas que creen y esperan en la fuerza sanadora y redentora de este sacramento de salvación. Será también una especial oportunidad para dar un sentido clamor por la paz que todos anhelamos. Nuestro aporte como Iglesia será hacer una y mil veces el llamado a acoger la paz que Cristo nos da.
Acoger la paz de Cristo resucitado.
Con el papa León XIV, intitulé esta Carta Pastoral y con su palabra llena de confianza en Dios y animadora de “la esperanza que no defrauda” (Rm. 5,5), la termino: “Esta es la paz de Cristo resucitado, una paz desarmada y una paz desarmante, humilde y perseverante. Proviene de Dios, Dios que nos ama a todos incondicionalmente”.
Que nadie se sienta excluido de este amor y, que todos seamos perseverantes en superar las diferencias con altura, con respeto y con la confianza en que es caminando juntos, como haremos de Cali, de Valle del Cauca y de Colombia, una familia que mira el futuro con ilusión, sin miedo.
Que la bendición del Dios Uno y Trino, llegue a todos.
+Luis Fernando Rodríguez Velásquez
Arzobispo de Cali
9 de junio de 2025.
Memoria de María, Madre de la Iglesia.
Descubrir a Dios en los detalles: Lectura Orante en medio de la sencillez
Lun 7 Jul 2025

Por Pbro. Mauricio Rey - Dios habita también en los silencios del hogar. Hay momentos en la vida familiar en los que todo parece desbordarse. Las prisas del día, el ruido de la ciudad, las tareas acumuladas, las emociones enredadas. Hay días en los que no se llega a rezar ni un Padrenuestro, en los que el alma se siente seca, sin palabras para elevar a Dios. Y sin embargo, ahí mismo, en medio del caos aparente de la cotidianidad, la oración acontece.
No siempre oramos de rodillas. No siempre oramos con las manos juntas, ni con los labios en movimiento. Hay oraciones que no se pronuncian externamente, pero que suben como incienso invisible al corazón de Dios. Hay plegarias escondidas en la mirada cansada de una madre, en las manos callosas de un padre, en la ternura espontánea de un niño, en el perdón ofrecido sin condiciones. Oramos sin darnos cuenta, porque el amor verdadero siempre termina acercándonos a la oración. Quizá no recordamos completamente el último salmo que leímos, pero sí recordamos cómo abrazamos al que estaba triste. Quizá no logramos mantener una perfecta rutina devocional, pero sí seguimos poniendo el corazón entero en cada comida compartida, en cada ropa lavada, en cada noche sin dormir por atender al ser querido. Y eso, aunque a veces no lo entendamos así, es oración pura. Una oración hecha de carne, de tiempo, de renuncia, de presencia. Una oración que no se escucha con los oídos, pero que el cielo acoge con gran ternura.
Hay un santuario que no necesita paredes ni vitrales: el hogar. Ese espacio imperfecto donde convivimos con nuestras luces y sombras, donde reímos y lloramos, donde tropezamos y nos volvemos a levantar. Allí, en ese lugar sagrado sin cúpula, la fe se vuelve vida. No es la fe que se exhibe, sino la fe que se entrega. No es la que se grita, sino la que se sirve. Es la fe que acompaña al enfermo, que abraza al que se equivoca, que cocina con amor aun cuando el alma esté cansada, o la comida escaseada. Es esa fe que se pronuncia en pequeños gestos, que se encarna en el silencio de quienes aman sin medida, pues esa es la única medida.
Oramos cuando decidimos escuchar sin interrumpir. Cuando, a pesar de estar agotados, preguntamos al otro cómo está. Cuando perdonamos sin esperar que el otro lo entienda todo. Cuando hacemos espacio en nuestra agenda para acompañar al que nos necesita, sin anunciarlo. Cuando seguimos amando aunque no recibamos respuestas, aunque duela, aunque nos sintamos invisibles. Todo eso, aunque no lo nombremos oración, es oración auténtica, porque nace del mismo Espíritu que animó a Jesús de Nazareth en su entrega cotidiana.
Y es que muchas veces hemos reducido la oración a un ejercicio verbal, olvidando que Jesús mismo pasó buena parte de su vida orando con su existencia, trabajando con sus manos, escuchando con paciencia, caminando con los suyos, cuidando las heridas de los pobres, llorando con los que lloraban, acercando y sirviendo a todos en la mesa. Su vida ha sido una liturgia viviente, una eucaristía permanente, una oración encarnada. Lo mismo puede suceder d si en nuestras familias, cuando vivimos cada día con un amor que no se agota.
¿Cómo no va a ser oración la ternura de una abuela que acaricia la cabeza de su nieto mientras duerme? ¿Cómo no va a ser sagrada la risa compartida en medio de un almuerzo sencillo en familia? ¿Cómo no será una plegaria esa mano que limpia una herida, que recoge el desorden sin reproches, que consuela con su sola presencia?
Dios está allí, sin duda. Presente, activo, silencioso, pero profundamente conmovido. Porque Dios no necesita grandes palabras para escuchar. Él escucha el amor. Lo reconoce. Lo celebra. Comúnmente hemos creído que para orar hay que tener tiempo, técnicas y hasta fórmulas. Pero el amor y por tanto la oración ocurre también en lo simple y sencillo, en lo inesperado, en lo que no siempre es reconocido por los demás. Las familias que aman, que se esfuerzan, que cuidan, que perseveran, a pesar de todo, están haciendo teología sin saberlo. Están pronunciando el nombre de Dios sin articularlo. Están edificando el Reino sin necesidad de grandes discursos.
Están orando. Cuántas madres oran sin saberlo, mientras preparan el uniforme del hijo que se resiste para ir al colegio. Cuántos padres oran cuando se privan personalmente de algo para que no falte lo necesario en casa. Cuántos hijos oran cuando escuchan, cuando sirven, cuando devuelven una caricia sin pedir nada a cambio. Cuántos abuelos oran al seguir esperando una visita, al seguir creyendo en sus hijos aunque no lleguen. La oración verdadera está hecha de humo, de entrega cotidiana, de amor silencioso.
Por tanto, si hoy no has podido rezar como quisieras, no te sientas mal. No pienses que tu fe se ha apagado. Tal vez has orado, de manera distinta, más de lo que imaginas. Tal vez, sin darte cuenta, has dicho a Dios con tus actos lo que otros no han logrado decir con palabras. Tal vez tu cansancio es también una súplica, tu perseverancia un salmo, tu fidelidad una ofrenda. Porque cuando el amor guía tus gestos, tu vida entera se vuelve oración viviente.
Y en ese tipo de oración, Dios se complace. No porque sea perfecta, sino porque es real. Porque nace del corazón y se convierte en entrega verdadera. Porque no busca aplausos, ni respuestas inmediatas, ni méritos espirituales. Porque simplemente ama. Y donde hay amor, allí está Dios. Y donde está Dios, allí todo se vuelve sagrado. Así que sigue amando. Sigue sirviendo. Sigue acompañando. Sigue levantándote cada día con la esperanza entre las manos. Aunque no lo sepas, aunque no lo digas, aunque no lo sientas, con tu mayor entrega sigue orando. Y allí, en profunda calma, Dios, silencioso, te escucha. Y sonríe.
Pbro. Mauricio Rey Sepúlveda
Director del Secretariado Nacional de Pastoral Social - Cáritas Colombiana
El oído del discípulo: Cuando escuchar se convierte en misión
Vie 20 Jun 2025

Por Pbro. Mauricio Rey - En algunos momentos muy particulares de la vida no todos sabemos escuchar. No todos queremos escuchar. No todos podemos escuchar.En una época donde se premia al que más habla, al que más publica, al que más grita... escuchar parece cosa de ingenuos, de débiles, de los que se quedan en segundo plano. Pero no. Escuchar no es rendirse. Escuchar no es callar por miedo. Escuchar, cuando se hace desde lo profundo del corazón, es un acto de valentía espiritual. Escuchar puede ser una de las formas más poderosas de amar. Y cuando se escucha con el corazón dispuesto, se entra en el terreno sagrado, donde el otro, puede ser realmente quien es, sin ser juzgado. El oído del discípulo no se forma en la teoría, se forma en la vida. Se forma cuando alguien se atreve a quedarse junto al que llora sin entender por qué. Se forma cuando el otro habla desordenado, repite cosas, se contradice... y uno sigue ahí. Sin corregir, sin huir, sin poner reloj. Se forma cuando un joven dice que ya no cree, y quien lo escucha no lo juzga ni sermonea, sino que lo abraza con el alma. Se forma cuando una madre, un líder, un amigo, deja de pensar en lo que va a decir después, y simplemente escucha con el cuerpo entero.
¿Cuántas veces nos han escuchado de verdad? ¿Cuántas veces hemos sentido que alguien nos prestaba su alma, no solo su tiempo? ¿Cuántas veces nos hemos sentido acompañados sin palabras? Ese tipo de escucha que no interrumpe, que no da consejos forzados, que no minimiza lo que uno siente. Esa escucha que se vuelve casa, pozo, refugio, y sobre todo, silencio habitado de sentido en plenitud. Jesús escuchaba así. A los suyos, a los marginados, a los excluidos, a los niños, a los que no tenían voz. No solo les respondía; los dejaba ser. No corregía de inmediato, ni se apresuraba a enseñar. Escuchaba hasta el fondo. Y cuando hablaba, sus palabras caían como semillas bien sembradas. Jesús no interrumpía el dolor, lo acogía. Por eso transformaba desde lo más profundo del corazón. Y entonces el oído del discípulo no es solo un sentido; es una actitud, una decisión, una forma de ser y estar en el mundo. Porque cuando un discípulo aprende a escuchar, deja de buscar solamente tener razón. Y empieza a buscar la verdad del otro. Deja de mirar para responder, y empieza a mirar para comprender. Y eso, desde la potencia del Evangelio, es capaz de sanar y transformar.
Muchas heridas no se curan con palabras. Muchas búsquedas no necesitan una doctrina, sino una presencia que diga: “Te escucho, estoy aquí, no tienes que explicarlo todo”. Y eso vale más que mil palabras. Hay personas que nunca olvidan a quien les escuchó, cuando nadie más lo hizo. Hay niños que florecen cuando alguien les escucha de verdad. Hay comunidades que sanan cuando la Iglesia deja de solo dar respuestas, y empieza a escuchar sus procesos. Escuchar, entonces, no es pasividad, es misión, es comunión, es discernimiento. No todo se trata de ir lejos, de predicar en multitudes, de dar conceptos. A veces la misión más concreta es detenerse, mirar, hacer silencio, contemplar y prestar el oído con el alma limpia. Ahí se siembra el Reino de Dios, desde el silencio, sin escándalo, sin micrófono, sin espectáculo ni rumor.
La escucha del discípulo también es incómoda. Porque no todo lo que se oye es bonito, ni fácil de procesar. A veces se escucha el dolor crudo, el odio no resuelto, la tristeza acumulada, el grito ahogado... y no se sabe qué hacer. Pero está. Y en ese estar, Dios actúa. Porque no se trata de solucionar todo, sino de mantenerse en pie y no huir. De no callar lo ajeno. De no reducir al otro a una frase corta o a una conclusión final. Hay que quedarse. Aunque duela. Aunque no sepamos qué decir. El oído del discípulo no es indiferente. Tampoco impaciente. No busca aprovecharse de lo que escucha, y mucho menos, usarlo para controlar. El verdadero discípulo guarda lo que escucha como quien cuida un tesoro. No repite, no expone, no traiciona la confianza. Escucha y ora. Escucha y ama. Escucha y se deja tocar.
Y aquí viene lo más fuerte, no se puede escuchar de verdad si uno no se ha dejado escuchar primero. Por Dios, por alguien, por uno mismo. El que nunca fue acogido, el que nunca fue escuchado con amor, difícilmente sabrá cómo hacerlo con otros. Por eso, a veces, el primer paso es reconocer cuánto necesitamos ser escuchados nosotros también. Reconocer que hay un clamor en nuestro interior que pide lo mismo que los demás: espacio, compasión, acogida. Solo cuando nos dejamos escuchar por Dios en la oración desnuda, en el silencio verdadero, podemos empezar a escuchar a los demás, como Él lo haría.
Por eso, la escucha del discípulo no es estrategia, es espiritualidad, es encarnación, es entrega, es dejar que la vida del otro entre en la nuestra sin condiciones. Es hacer de nuestro corazón una tierra buena, donde el otro pueda reposar, aunque sea solo por un rato, nada más. La Iglesia necesita más oídos abiertos y menos respuestas automáticas. Necesita menos prisas y más presencia. Necesita discípulos que no teman sentarse en el suelo con los que lloran, ni escuchar en silencio a los que dudan. Porque el Reino de Dios no se impone. Se escucha. Y si aún dudamos de cuánto bien puede hacer una escucha verdadera, pensemos en aquella vez que alguien nos escuchó en verdad. Sin señalar, sin juzgar, sin apurar. Solo estuvo. ¿No fue eso una forma cercana de salvación? Tal vez la pregunta hoy no sea: ¿qué vamos a decir al mundo?, sino ¿qué estamos dispuestos a escuchar de él?
Pbro. Mauricio Rey Sepúlveda
Director del Secretariado Nacional de Pastoral Social - Cáritas Colombiana
Sinodalidad: El Evangelio hecho camino compartido
Mié 4 Jun 2025

Por Pbro. Mauricio Rey - En muchos momentos de la vida, las personas sienten que caminan solas, que cargan responsabilidades sin ser tenidas en cuenta, que sus palabras no cambian nada. Esa misma experiencia, con sus heridas y silencios, también se ha vivido dentro de la Iglesia. Quienes aman profundamente su fe muchas veces han sentido que no tienen lugar para hablar desde su experiencia, ni espacio para participar en las decisiones que también les afectan. Ante esta realidad, el Papa Francisco ha hecho una convocatoria clara y necesaria, pues nos llama a volver al modo de Jesús, es decir, recuperar el estilo original del Evangelio. Esa forma concreta de ser Iglesia tiene un nombre exigente y contundente: Sinodalidad.
La sinodalidad no es un modelo organizativo; es el retorno a una forma de vida eclesial en coherencia con el Evangelio, es una respuesta madura y consciente ante los desafíos de nuestro tiempo actual. Supone comprender que la Iglesia no se edifica desde las cúpulas, sino desde el encuentro, desde la escucha, desde la comunión. Que todos, laicos, consagrados, pastores, somos responsables de la vida de la Iglesia, porque todos hemos recibido el Espíritu en el Bautismo y la Confirmación. Esto se plantea como una convicción vivida, todos tenemos una palabra que ofrecer, una historia que contar, una luz que aportar al discernimiento común. El Concilio Vaticano II ya nos recordó que la Iglesia es el Pueblo de Dios en camino, no una minoría iluminada que decide por el resto, sino una comunidad donde cada persona tiene un lugar, una dignidad y una misión. La sinodalidad recoge ese llamado y lo actualiza para nuestro tiempo, quiere formar una Iglesia que no tema escucharse, que no tema dialogar, que no tema caminar juntos, incluso cuando el camino sea incierto, difícil o complejo.
Sin embargo, esta llamada toca nuestras resistencias, pues nos exige una conversión integral. Porque caminar juntos implica renunciar al control, requiere humildad, paciencia, abrirse a la escucha, aceptar el tiempo del otro; implica aceptar que el Espíritu Santo actúa más allá de nuestros esquemas, permitiendo que pueda hablar por medio de quien menos imaginamos, y que de esta manera, ninguna vocación cristiana puede vivirse aislada del resto del Cuerpo de Cristo. Implica crear espacios reales de diálogo, donde no se decida todo desde los escritorios, sino desde el encuentro con la vida cotidiana de las personas en contextos concretos. Por eso, la sinodalidad también es una conversión espiritual, pues conlleva pasar de la autorreferencialidad al discernimiento comunitario, del individualismo eclesial al nosotros eclesial, de la comodidad de lo establecido al dinamismo del Espíritu.
Todo esto se concreta en lo cotidiano. Una comunidad sinodal es aquella donde las decisiones no se imponen desde arriba sin diálogo, sino que se toman a la luz de la Palabra y la experiencia del pueblo fiel. Una parroquia sinodal es aquella que escucha activamente a sus agentes pastorales, a los jóvenes, a las mujeres, a los adultos mayores, a los pobres, y no los deja fuera del proceso pastoral. Una Iglesia sinodal es aquella que reconoce que su credibilidad se juega no sólo en lo que anuncia, sino en cómo vive internamente la comunión, la participación y la corresponsabilidad en su misión. Muchos están cansados de instituciones que excluyen o que solo hablan desde la distancia. La sinodalidad responde a ese cansancio con una firme propuesta, que caminemos juntos como hermanos, no como competidores; escuchar para transformar, no solo para cumplir; construir juntos una Iglesia que nos acerque mucho más al Reino que Jesús anunció.
Esto no significa que todo se decida por mayoría ni que todo se relativice. No se trata de diluir la verdad, sino de buscarla juntos, sabiendo que el Espíritu Santo guía a toda la Iglesia, no solo a unos pocos. La sinodalidad no reemplaza el Magisterio, lo enriquece desde la escucha del sensus fidei del pueblo fiel. No debilita la autoridad, la purifica y la humaniza. No es desorden, es comunión vivida con plena madurez. Nos invita a preguntarnos con honestidad cómo vivimos nuestra fe cristiana eclesialmente, cómo la transmitimos, y si nuestras estructuras ayudan o dificultan su testimonio.
Y cuando se vive con autenticidad, la sinodalidad no solo transforma la Iglesia, sana también las heridas del alma. Porque todos hemos sentido alguna vez lo que significa no ser escuchados. Por eso, una Iglesia sinodal no es solo más evangélica, sino también más humana, más fraterna, más cercana. Más parecida a esa comunidad que anhelamos en nuestras propias familias, en nuestros barrios, en nuestras relaciones. Una Iglesia que no juzga de entrada, que no impone, que no margina; sino que acoge, acompaña, discierne y camina al ritmo del pueblo.
Así entendida, la sinodalidad no es simplemente “hacer juntos”. Es discernir juntos, orar juntos, decidir desde una misma fe, pero con todas las voces en la mesa, porque no hay Evangelio sin comunidad; no hay comunidad sin escucha; no hay escucha sin humildad; y no hay humildad sin amor por la verdad. Por eso, la sinodalidad es hoy uno de los rostros más necesarios de la Iglesia. Es el modo concreto de vivir el Evangelio con otros, no como una carga, sino como una gracia compartida. Es una manera de decirle al mundo que sí es posible caminar juntos, decidir sin imponer, vivir la fe sin excluir, buscar la verdad sin miedo, y servir sin dominar.
Si la Iglesia quiere responder con verdad a los desafíos del presente, debe ser una Iglesia que escucha, que discierne y que camina con su pueblo. Ese es el llamado. Ese es el camino. Y ese es el Evangelio que nos acompaña siempre, el mismo que hoy estamos llamados a vivir.
Pbro. Mauricio Rey Sepúlveda
Director del Secretariado Nacional de Pastoral Social - Cáritas Colombiana
¡Han dictado sentencia!
Jue 29 Mayo 2025

Por Pbro. Raúl Ortíz Toro - Un abuso de cualquier tipo es una infamia. Pero también lo es criminalizar a un ciudadano, no por haber cometido un delito, sino por el simple hecho de ejercer una labor; por ejemplo, la labor sacerdotal. En el primer caso las autoridades civiles y canónicas competentes deben cumplir con la obligación de hacer justicia a las víctimas. En el segundo caso se configura una persecución indirecta que busca deshonrarnos y desprestigiarnos; infamarnos, por decirlo de otro modo.
Y es que la palabra “infamia” describe exactamente la situación que estamos viviendo los sacerdotes católicos romanos en Colombia. Al mejor estilo de las condenas sociales del antiguo derecho romano, en las que se daba una sanción social que acarreaba la pérdida de la fama, la buena reputación y el desprecio social como consecuencia de la comisión de algún delito o incluso una mala conducta, ahora, sin cometer delito alguno, hemos sido declarados “infames”, en un claro atentado a nuestra honra, no por haber realizado una acción criminal sino por el simple hecho de ser sacerdotes.
Me explico. El pasado 26 de mayo, la Corte Constitucional publicó el Comunicado 19, fechado el 14 de mayo, en el que se anuncia la Sentencia SU-184-25 sobre “los derechos de petición y de información de periodistas para acceder a los datos de miembros de instituciones religiosas”. La primera parte del Comunicado indica que la Sentencia (que aún no ha sido publicada sino solamente anunciada) obliga a las Arquidiócesis, Diócesis, Vicariatos Apostólicos y Congregaciones Religiosas a entregar a los periodistas que soliciten, a través de derechos de petición, la información “en el marco de investigaciones relacionadas con presuntas conductas sobre violencia sexual en contra de niños, niñas y adolescentes”.
Otra cosa es el segundo tema que tendrá la sentencia y que, a mi parecer, es sencillamente una decisión que vulnera nuestros derechos como ciudadanos y sacerdotes a la buena fama, a la protección de datos personales que son semiprivados, a la presunción de inocencia. Dice el Comunicado que las Jurisdicciones deben entregar “la información relativa a los sacerdotes o clérigos que han ejercido labores pastorales y, en general, de relacionamiento con la sociedad”. ¿Qué quieren hacer con las hojas de vida de los inocentes? ¿Cómo es posible que la hoja de vida de un sacerdote que no tiene denuncias por haber cometido algún tipo de delito resulte en una lista indiscriminada en razón del ejercicio de su ministerio? No faltará quien piense que el que nada debe, nada teme.
Eso es verdad, pero a la vez no justifica el asunto porque aquí estamos hablando de un sesgo, de la creación y, tristemente, la consolidación en la sociedad de un estereotipo: el sacerdote católico es un delincuente no por lo que haya o no haya hecho, sino por lo que es. ¡Qué tristeza! ¡Qué indignación! La profecía del Señor se cumple una vez más: “Incluso llegará la hora en que cualquiera que les dé muerte pensará que da gloria a Dios” (Jn 16, 2b).
Soslayadamente somos declarados culpables a priori y tendremos que demostrar lo contrario. En efecto, la decisión de la mayoría de miembros de la Corte Constitucional nos criminaliza prejuiciosamente a todos los ministros ordenados (obispos, presbíteros y diáconos) por el simple hecho de ejercer una labor pastoral con las comunidades, destruyendo así el principio de presunción de inocencia y convirtiéndolo en ¡presunción de culpabilidad! Precisamente, la palabra infamia, como la describe magistralmente el jurista mexicano del siglo XIX Manuel de Lardizábal “es una pérdida del buen nombre y reputación, que un hombre tiene entre los demás hombres con quienes vive: es una especie de excomunión civil, que priva al que ha incurrido en ella de toda consideración y rompe todos los vínculos civiles que le unían a sus conciudadanos, dejándole como aislado en medio de la misma sociedad”.
Lo más absurdo del asunto es la argumentación que usa la Corte Constitucional para justificar que las Jurisdicciones Eclesiásticas deben entregar la información semiprivada de todos los sacerdotes incardinados desde la creación de la sede episcopal: óigase bien, cito el comunicado: “su estudio [es decir, el de las hojas de vida de todos los sacerdotes que no estamos siendo investigados por delitos] es central para el periodismo de investigación, dado que permite identificar patrones y circunstancias especiales en la trayectoria de los sacerdotes, lo que resulta crucial para identificar casos de violencia sexual y/o encubrimiento, al analizar los cambios abruptos en cuanto a trayectoria temporal y local de sacerdotes” (No está subrayado en el original).
¿Cuáles serán entonces los parámetros que usarán los periodistas/jueces para determinar la relación entre la comisión del delito y el traslado del sacerdote de un lugar a otro, en un tiempo determinado? ¿cómo llegarán a conclusiones con los datos de sacerdotes de los siglos XVI al XIX e incluso de gran parte del XXI? ¿Serán incriminados post mortem porque los trasladaron demasiado pronto de una parroquia a otra? ¿A qué se enfrentan las diócesis centenarias si no entregan la lista de sus sacerdotes de toda su historia con los respectivos traslados de oficio eclesiástico? Para algunas diócesis se trata de unas décadas de historia, para otras, ¡siglos de información!, a veces difícil, otras veces imposible de encontrar por el estado de conservación o inexistencia de archivos históricos, pero siempre oneroso trabajo que desgasta administrativamente.
Si esto no se llama prejuicio, entonces, ¿cómo llamarlo? ¿Cuánto tiempo debe permanecer un párroco en una parroquia para que su traslado no sea motivo de sospecha? ¿Qué entiende la Corte por “cambios abruptos en cuanto a trayectoria temporal y local de sacerdotes”? ¿Es justo que este prejuicio vaya a conducir a la “identificación de patrones” de casos criminales sin contar con denuncias?
Como sacerdote me siento objeto de estigmatización y esta circunstancia no hace más que acrecentar la discriminación y el hostigamiento por motivos religiosos en el país que ya tipificó el Código Penal (artículo 134B). Qué bueno sería que apenas aparezca publicada la Sentencia nos demos a la tarea de estudiarla y profundizarla y con la ayuda del derecho podamos dar respuesta a la Corte Constitucional los ciudadanos que nos sentimos vulnerados, que, en últimas, es vulneración de toda la sociedad.
Bendito sea Dios que nos permite estos momentos de persecución religiosa para afianzar nuestra fe y nuestra esperanza, que no defrauda (cf. Rm 5,5). Esta es una ocasión más para renovar nuestro compromiso vocacional y volver a decirle “sí” al Señor y al servicio de la Iglesia.
No quiero terminar estas líneas sin recomendar, valorar y agradecer el salvamento de voto de los Magistrados Jorge Enrique Ibáñez Najar y Cristina Pardo Schlesinger, contenido en el Comunicado 19. Leerlo también nos da confianza en que no todo está perdido. Conocerlo nos da una idea de cuán execrable es el delito de pederastia, existente en lamentables y grandes proporciones en instituciones como la familia, la escuela, el deporte, y demás ámbitos. Los avances de la Conferencia Episcopal de Colombia y, en general, de la Iglesia de nuestro país en lo que concierne la formación para la prevención y tratamiento de casos de abuso demuestran el compromiso por erradicar este flagelo. Ni un solo caso. Ni uno más.
P. Raúl Ortiz Toro

Ministerios ordenados | Jue 3 Jul 2025
Diáconos y esposas: Durante congreso en Valledupar fortalecerán su misión como servidores de esperanza en Colombia

Animación misionera | Mié 18 Jun 2025
Obras Misionales Pontificas de Colombia acompaña la formación misionera en Panamá

Catequesis | Vie 13 Jun 2025
Catequistas del suroccidente colombiano profundizan en su misión frente a los desafíos actuales

Unidad y diálogo | Vie 30 Mayo 2025
Del 8 al 15 de junio: Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos 2025

Comunicación Social y Tecnologías | Jue 29 Mayo 2025