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orden de la creación

Mar 26 Nov 2019

La Casa Común

Por: Mons. Ismael Rueda Sierra - Es una expresión cada vez más familiar, actualizada después de la encíclica “Laudato Si” del Papa Francisco. Hablamos pues, de nuestra tierra, la “madre tierra”, con toda su riqueza de aguas y minerales, plantas y animales, en admirable diversidad, que hacen un conjunto armónico y un escenario para conservar, proteger y promover la vida. Así el medio ambiente se ha convertido en un imponderable que no puede ser ignorado y menos aún, deteriorado, como concurre en el discernimiento de ecologistas, políticos, científicos, de movimientos sociales y sin lugar a dudas, también en los argumentos religiosos o teológicos. En efecto, en la reflexión teológica podemos hablar del “orden de la creación” que juntamente con el “orden de la redención” y el “orden de la santificación”, se unen armónicamente para que acontezca el plan de Dios Creador, Redentor y Santificador, en favor nada menos que de la persona humana. Del hombre, afirma el Concilio Vaticano II, que es la “única criatura terrestre a quien Dios ha amado por sí misma” (G.S. 22), en razón de haber sido creado a imagen y semejanza suya, de donde deriva su original y esencial dignidad. Por tanto, las demás criaturas son “amadas” por el Creador, por su referencia y relación con el ser humano. Aparece entonces, por una parte, el “ambiente humano” y por otra, el “ambiente natural” (Casa Común), que son inseparables. Precisamente el papa Francisco, en la citada encíclica, afirma que “el ambiente humano y el ambiente natural se degradan juntos, y no podremos afrontar adecuadamente la degradación ambiental si no prestamos atención a causas que tienen que ver con la degradación humana y social. De hecho, el deterioro del ambiente y el de la sociedad afectan de un modo especial a los más débiles del planeta” (L.S. 48). Precisa considerar, desde la reflexión y compromiso que la Iglesia o la antropología cristiana procura en relación con los problemas del medio ambiente o de la casa común, para ayudar en la campaña de su cuidado contra su despiadado deterioro, que “una correcta concepción del medio ambiente, si por una parte no puede reducir utilitariamente la naturaleza a un mero objeto de manipulación y explotación, tampoco debe absolutizarla y colocarla, en dignidad, por encima de la misma persona humana” (Compendio de Doctrina Social,# 463). Esta tendencia explica por qué algunas corrientes ecologistas hablan indistintamente de los derechos del hombre juntamente con los “derechos” de los animales o de los ríos o de los árboles. Es por tanto necesario hablar más bien en términos de “responsabilidad” grande y grave, intransferible, por parte del hombre, en relación con todos los bienes naturales, porque de su cuidado va a depender la misma suerte presente y futura de la vida humana. Para descender en nuestra reflexión a las situaciones concretas de las disputas ecológicas universales, regionales o locales - también inseparables - es necesario reiterar, por ejemplo, que cuando buscamos preservar las selvas o las montañas o nuestros páramos, como es el caso en los Santanderes del Páramo de Santurbán, es porque está en juego, además de clima y ecosistemas, fundamentalmente la producción y suministro de agua, cuya provisión forma parte del derecho a la vida. No es que se quiera por ello desconocer el papel propio que tiene el aprovechamiento de los recursos naturales aplicando la tecnología, así sea de avanzada o “de punta”, sino porque hay un requerimiento ético que precede a tal uso y es el bien primordial de la vida humana. En Santander por ejemplo se ha acuñado un slogan, en relación con los proyectos de extracción minera: “podemos vivir sin oro, pero no sin agua”. De modo que lo ético prima sobre lo técnico, o sea sobre el bien superior y primario, presente y futuro, de la persona humana y su vida, por encima de otros intereses. + Ismael Rueda Sierra Arzobispo de Bucaramanga