PorIsmael José González Guzmán*:Uno de los problemas que afecta significativamente a Colombia es la corrupción. Ella limita el progreso como sociedad al privar de calidad de vida –salud, educación, recreación, empleo, malla vial, etc.– a las personas, sobre todo a las más necesitadas y excluidas al margen de la historia. La corrupción además, genera incredulidad hacia la democracia, porque se distorsiona el papel de las instituciones políticas, que han traicionado los principios morales y las normas de la justicia social (Doctrina Social de la Iglesia [DSI], 410-411).
El papa Francisco se refiere a la corrupción como un cáncer social que se arraiga en muchos países (Evangelii Gaudium, 60). De igual manera, los Obispos Católicos de Colombia, como fruto de su asamblea general 101 y 102, han reconocido en la corrupción una raíz de la violencia que amenaza a la construcción de la paz y un mal que permea la sociedad en sus estructuras fundamentales. En ese sentido, el Episcopado no sólo denuncia esta realidad, sino que también anima a un compromiso serio con la verdad, la honestidad y la justicia, para evitar que la corrupción acabe con nosotros como sociedad. Hay que tener presente que la sociedad, a través de organismos no gubernamentales y asociaciones intermedias, debe exigir de los gobiernos la implementación de normativas, procedimientos y controles más rigurosos. Cuando esto se lleva a la práctica, se está reflejando una sociedad sana, madura y soberana (Laudato Si, 177;179).
Al respecto, la Doctrina Social de la Iglesia recuerda que dentro de las consecuencias de la corrupción están el subdesarrollo y la pobreza, el analfabetismo, las dificultades alimenticias, la ausencia de estructuras y servicios, la carencia de medidas que garanticen la asistencia básica en el campo de la salud, la falta de agua potable, la precariedad de las instituciones y de la misma vida política (DSI, 447). Todas estas consecuencias, se constituyen en estructuras opresoras, injustas, o bien sea, en un pecado estructural donde pocos tienen mucho y muchos tienen poco, como lo denunciaría el documento de Medellín [II Conferencia del Episcopado Latinoamericano].
Como cristianos-católicos, no podemos perder de vista el lugar teológico que subyace en los más afectados por la corrupción: los pobres. Por ello, nuestro actuar como bautizados en la sociedad debe ir siempre orientado a la promoción de la dignidad humana, a sembrar justicia, verdad y honestidad en nuestras decisiones, en nuestras relaciones con los demás.
Ya para finalizar, recordemos que si no somos capaces como sociedad, de romper esta lógica perversa de la corrupción, seguiremos sin afrontar los grandes problemas de la humanidad (Laudato Si, 197). Por tal motivo, el Consejo Pontificio Justicia y Paz nos ha recordado que, para superar la corrupción, es necesario el paso de sociedades autoritarias a sociedades democráticas, de sociedades cerradas a sociedades abiertas, de sociedades verticales a sociedades horizontales, de sociedades centralistas a sociedades participativas (Cfr. Nota del Consejo Pontificio «Justicia y Paz» del 21 de septiembre de 2006 sobre la lucha contra la corrupción).
*Ismael José González Guzmán, PhD (c)
Director Ejecutivo del Centro Estratégico de Investigación, Discernimiento y Proyección Pastoral de la Conferencia Episcopal de Colombia
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