Pasar al contenido principal

Opinión

Vie 2 Dic 2016

La parábola de Fidel

Por: P. Raúl Ortiz Toro - De los muertos no se habla, dice la cultura popular, porque, al final, todos los muertos resultan buenos. Sin embargo, con la muerte de Fidel Castro nos hemos dado cuenta de cómo una misma persona puede encerrar amantes y detractores de una manera tan exacerbada, incluso – y sobre todo - después de su deceso. Algunos en Miami aplauden, otros en Cuba lloran. La izquierda política de América Latina lo percibe como un gran líder mientras la derecha lo considera un nefasto dictador. Unos ven sus logros en salud, educación y seguridad para el pueblo, mientras otros destacan el fracaso en la libertad de expresión, los sistemas de represión y el despotismo. Otros contrastan la riqueza del gobernante con la pobreza de los súbditos. Parece que no hay punto medio en esta serie de percepciones desde diferentes ángulos y el mundo no se pondrá de acuerdo porque son percepciones diametralmente opuestas. Lo cierto es que la Iglesia cubana en el régimen castrista, sobre todo en los años que siguieron a 1959, sufrió una fuerte represión que vio salir de la Isla a muchos sacerdotes y religiosas, sobre todo extranjeros; era la lógica comunista que veía a la Iglesia como enemiga, idea que adquirió Castro por su contacto con la ideología marxista-comunista, olvidando su formación católica pues el mismo Fidel había sido educado en colegios cristianos: tuvo como primera maestra a una monja vicentina, luego entró a un colegio lasallista y a otro jesuítico. Unas dos décadas después de iniciado el régimen, desde 1980 se fue aliviando el tema religioso para la Iglesia Católica en Cuba, gracias a la intervención de la diplomacia vaticana. Hubo un primer encuentro cuando el Papa Juan Pablo II recibió en el Vaticano a Fidel Castro en 1996 y de allí se subsiguieron las visitas del mismo Papa Wojtyla, y luego de Benedicto XVI y Francisco quienes más que “amigos” de Fidel, como algunos han querido presentarlos, se mostraron “amigos del pueblo cubano” ya que sus intervenciones favorecieron el posterior levantamiento del embargo de EEUU a la isla. No falta quién se ha ocupado del destino de Fidel después de su muerte. Y es apenas lógico que nuestra curiosidad ilustrada nos lleve a ponerlo en uno u otro lugar en el más allá. Pienso que ese tema no nos corresponde: Algunos lo han puesto en el infierno, otros en el cielo directamente, otros – por la vía media - en el purgatorio, suponiendo que se haya arrepentido en el momento final y haya pedido a Dios su misericordia. Se me hace muy prudente que la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba en su comunicado del 28 de noviembre pasado haya escrito: “Desde nuestra fe encomendamos al Dr. Fidel Castro a Jesucristo, rostro Misericordioso de Dios Padre, el Señor de la Vida y de la Historia y, a la vez, pedimos al Señor Jesús que nada enturbie la convivencia entre nosotros los cubanos”. Creo que esta es una muestra de sensatez y más tratándose de los Obispos que junto con sus comunidades han vivido en primera persona la realidad cubana. Esto quede claro: Si la Iglesia declara a alguien como santo cuando afirma como verdad de fe que esa persona está en el cielo (lo que llamamos “canonización”), no puede en el caso contrario declarar que una persona está en el infierno. Lo que hace la Iglesia es anunciar durante nuestra existencia terrestre que hay acciones que ponen en riesgo la salvación; la Iglesia anuncia que existe el riesgo de condenarse un hombre si se cierra completamente a la bondad y a la Misericordia de Dios, pero nunca podrá declarar con certeza el destino final de un hombre a la condenación pues eso es competencia de Dios. Me llega a la mente una anécdota que solía contarnos un profesor en el Seminario: Estaba Santa Teresa en una de sus conversaciones con Jesús y le preguntó: “Señor, finalmente, ¿Judas se salvó?”. El Señor miró por la ventana, hacia el patio que ya florecía por primavera, y respondió: “Qué hermosa tarde está haciendo, Teresa”. P. Raúl Ortiz Toro Docente del Seminario Mayor San José de Popayán [email protected]

Lun 28 Nov 2016

La pandemia de la corrupción

Por pbro Juan Álvaro Zapata - La paz es un sueño que ha tocado las puertas de todos los colombianos en varias oportunidades, pero por diversas razones la hemos dejado pasar de largo y no se ha podido quedar en nuestros hogares. Por décadas hemos visto cómo algunos compatriotas, por diferentes motivos, han desangrado, enfrentado y aniquilado a cientos de colombianos, sembrando el terror y la desesperanza. ¿Cuántos llantos hemos escuchado a causa de la barbarie de las armas y de los corazones sumidos en el odio y la sed del egoísmo? ¿Cuántos rostros destrozados por la pérdida de un padre, madre, hijos o amigos, han contemplado nuestros ojos a lo largo de estos años de conflicto? ¿Cuántas víctimas han dejado los conflictos violentos en Colombia? y ¿Cuánto retraso se ha gestado en Colombia a causa de la violencia sin sentido? Estas son algunas preguntas que surgen fruto de la realidad violenta que ha vivido nuestro país. Pero no solamente la violencia armada ha sido la causa de tanto dolor y sufrimiento en Colombia, existe otra pandemia todavía más fuerte que ha aniquilado, robado sueños y gestado más injusticias y violencias: la corrupción. Con dolor hay que afirmar que muchos colombianos, a lo largo de la historia de este país, y en particular en este tiempo, han sido verdaderos conquistadores de la corrupción, se han robado el capital de los colombianos, por medio de triquiñuelas y mentiras han duplicado los costos en obras nacionales, han incrementado desmesuradamente los costos de los productos, han vivido como parásitos a costas de los recursos de otros, por medio del chantaje y los cobros adelantados para hacer favores o aprobar contratos, han favorecido a sus más allegados por encima de los verdaderamente necesitados. Estos hechos parecen normales para muchos y se ha convertido en el modus vivendi de un gran grupo de la sociedad, es por eso, que el Papa Francisco dice: “la corrupción se ha vuelto natural, al punto de llegar a constituir un estado personal y social ligado a la costumbre, una práctica habitual en las transacciones comerciales y financieras…es la victoria de la apariencia sobre la realidad y de la desfachatez impúdica sobre la discreción honorable”. Por eso, aquellos que creen que siendo corruptos son más ricos, lo que consiguen es empobrecerse humanamente, arruinar a la sociedad y gestar nuevas violencias porque “la codicia es la raíz de todos los males” (1 Tm 6,10). A la hora de analizar las raíces de estos conquistadores de la corrupción, duele constatar que muchos de ellos son bautizados de familias respetables y han pasado por colegios o universidades prestigiosas. La pregunta que surge es: qué nos está fallando, dónde está el vacío en la formación o por qué el ejemplo no está dejando huella en las nuevas generaciones. Otrora se hablaba de la lealtad a la palabra, se veía cumplimiento en lo pactado, y no se percibía, como ahora, una jauría de lobos que arrasan todo lo que se les ponga por delante. Por lo tanto, si no queremos que estos hechos sigan siendo el pan diario colombiano, hemos de ser conscientes que el logro de la paz no es un globo que cae de la nada y se inserta en los seres humanos, sino que es un don y una tarea. Don porque se ha de pedir insistentemente a Dios, para que sane nuestros corazones heridos. Y tarea, porque debe ser buscada y construida en cada acción y palabra de la vida cotidiana. De la misma forma, dejemos claro que la paz no es simplemente atacada por las armas, sino también por la corrupción galopante inserta en muchas instituciones y personas. Pero también que la paz no se alcanza simplemente firmando documentos o haciendo promesas grandiosas, es necesario erradicar la sed de egoísmo manifestada en esa enfermedad de la corrupción y evitar la tentación del camino fácil y de la ley del menor esfuerzo, que por años ha venido cultivando la sociedad. Se requiere pensar en todos y no en unos solamente, dejando las hegemonías y buscando todo por la legalidad. Formar a las nuevas generaciones en conseguir el bienestar personal por el trabajo duro y honesto, procediendo con justicia, caridad y misericordia para con todos, en especial con quienes viven la limitación y la pobreza. Pero, ante todo, grabar en la mente y en el corazón las palabras de la Sagrada Escritura que nos advierte: “no torcerás el derecho, no harás acepción de personas, no aceptarás soborno, porque el soborno cierra los ojos de los sabios y corrompe las palabras de los justos” (Dt 16,19). Estoy seguro que, si practicamos esto, solo así podremos decir con certeza, ¡Se acerca el fin de la guerra! Padre Juan Álvaro Zapata Torres Secretario adjunto Conferencia Episcopal de Colombia

Vie 25 Nov 2016

“Está espelucá, está espelucá…” (1)

Por Mons. Juan Carlos Ramírez - Es la impresión que deja el proyecto de reforma tributaria estructural que hace tránsito de aprobación en el Congreso de la República. Los entendidos en materia tributaria, evidencian que en el proyecto de ley se encuentran elementos sustanciales que deben orientar un sistema tributario estructural: Eficiencia en el recaudo y en la administración, capaz de generar transparencia en la competitividad y progresividad, equitativo en la diferencialidad, fuerte en la estructura para luchar contra la evasión y la corrupción, diligencia en simplificar los procesos para depurar la tramitología que es el “humus” de la corrupción. Es la hermosa cabellera para un elegante peinado, que en manos de diligentes estilistas, certifica la razón de ser de un sistema tributario: Garantizar los recursos necesarios para que el Estado promueva la construcción de una sociedad con calidad de vida y oportunidad para todos. Un valor común, digno de reconocimiento, es que el proyecto de ley está inspirado en los tres informes que la comisión de expertos tributarios (CET), presentó al gobierno nacional y en consecuencia, a la sociedad colombiana. Esto ha permitido el estudio y la reflexión del contenido del proyecto por parte de todos los sectores de la sociedad que han identificado los impactos que la ley de reforma tributaria puede causar en el modelo de negocio que realizan o en la actividad social que desarrollan. Entre las muchas preocupaciones sobre salen: Se afectará el acceso a internet y nuevas tecnologías, pagarán impuestos los dividendos, la economía solidaria que tiene su mayor expresión en las cooperativas, es excluida del artículo 23 del Estatuto Tributario y asume la responsabilidad del impuesto de renta y complementarios; son afectadas personas jurídicas y naturales, el incremento del impuesto a las ventas (IVA), entre tantos otros aspectos que generan preocupación a la economía nacional. El panorama se torna gris al detallar la parte III del proyecto, artículos 140 al 162, que toca muy de cerca a las llamadas Entidades sin ánimo de lucro (ESAL) y en este escenario se encuentra la Iglesia Católica y los movimientos religiosos, que sienten que sus derechos constitucionales son desconocidos y su identidad vulnerada. Las ESAL, inspiradas en los principios de solidaridad y subsidiaridad, ayudan al Estado a cumplir su objeto social; hacerlas responsables del impuesto a la renta y complementarios es confinarlas a desaparecer como personas jurídicas, incapaces de asumir tan elevados costos tributarios, con la dolorosa consecuencia de alejarlas de una actividad que ni el Estado ni la empresa privada alcanzan a desarrollar. Buscando unos pesos se sacrifica la incidencia que ellas tienen en la transformación social del país. Esperamos que los foros que han promovido los coordinadores del proyecto y sus ponentes, hayan aportado luces para que la propuesta de ley que llegará a la plenaria del Senado, esté inspirada en el respeto al orden constitucional y a todos los sectores de la sociedad. En este momento, cuando el gobierno pensaba que los cabellos de oro tributario estaban armonizados en el proyecto, la realidad evidencia que la tan anhelada reforma tributaria estructural “está espelucá”. Mons. Juan Carlos Ramírez Rojas Ecónomo-Director Financiero CEC

Vie 25 Nov 2016

Aprovechar bien el nuevo año litúrgico

Por Mons. Ricardo Tobón - Tenemos que reconocer que en nuestra sociedad están creciendo la ignorancia y la indiferencia en materia religiosa. Tal vez, lo más preocupante es que esto afecta a los mismos que se dicen creyentes. Es como un “ateísmo interior”, que silenciosamente está socavando la fe y la coherencia de muchos cristianos. No pocas personas se están acostumbrando a vivir tranquilamente sin Dios. Han ido cortando la comunicación con él; no buscan el sentido de la existencia en él; no sienten que él motive y oriente su comportamiento. Esto conduce, frecuentemente, a una visión materialista de la vida y a rendirle culto a ciertos ídolos. No podemos quedarnos tranquilos frente al debilitamiento de la fe de algunos católicos, frente a la descristianización de las familias, frente a la fuga de miembros de la Iglesia hacia las sectas o el mundo de la indiferencia. Cada uno de nosotros es responsable de estos hermanos, que pueden mostrar inconsistencia en su relación con Dios. No podemos permanecer pasivos y contentos con lo que tenemos o simplemente conservando la estructura y prácticas del pasado. Ante esta inquietante realidad debemos encontrar un llamamiento imperioso a la conversión, al compromiso pastoral y a estar abiertos a la creatividad del Espíritu. El primer paso que debemos dar es vivir más auténticamente nuestra fe y nuestra relación con Dios, evitando la superficialidad, la rutina y la exterioridad. Debemos avanzar en una nueva evangelización y en fomentar la acogida fraterna en medio de nuestras comunidades. Debemos promover una liturgia viva, donde todos podamos tener la participación consciente, activa y fructuosa que ha pedido el Concilio Vaticano II. Me parece que el comenzar un nuevo Año Litúrgico es una oportunidad privilegiada para ofrecer esa fuente primaria y necesaria donde todos podemos beber la vida cristiana y atraer a muchos alejados a una relación con Dios “en espíritu y verdad”. La liturgia es la acción sagrada por excelencia, ninguna oración o acción humana la puede igualar por ser obra de Cristo y de toda su Iglesia y no de una persona o de un grupo. Es el ejercicio mismo del sacerdocio de Cristo. En ella los diversos elementos significan y realizan la santificación de cada persona y de toda la comunidad. A través de ella se celebra la fe y se consolida la unidad del Cuerpo del Señor. La liturgia invita a asumir un compromiso transformador de la vida, a trabajar por la venida del Reino de Dios. La liturgia cristiana es una peregrinación que va llevando a la transfiguración del mundo y de la historia. Iniciar un nuevo Año Litúrgico es comenzar a recorrer un camino a través del cual hacemos memoria y vivimos todo el misterio de Cristo. Por medio de sus distintas etapas o tiempos se celebran y actualizan los acontecimientos más importantes del plan de la salvación, mediante un itinerario de fe que nos permite experimentar y apropiarnos todo lo que el amor de Dios ha hecho por nosotros. De esta manera, el Año Litúrgico es memoria de las acciones salvíficas de Dios, es presencia de Cristo que nos involucra en su Pascua, es anuncio profético de una plenitud que viene. Para lograr esto es preciso promover una verdadera pastoral litúrgica que haga de esta estructura el lugar donde los creyentes celebran, viven y maduran su fe. Lo cual pide que esta fe sea suscitada y formada por una evangelización concreta y por una catequesis sistemática. Igualmente, se necesita una espiritualidad litúrgica para que cada miembro de la Iglesia a través de este itinerario se vaya configurando cada vez más a su Señor y aprenda a vivir en la caridad “los mismos sentimientos que tuvo Cristo”. No desaprovechemos esta oportunidad que nos da el comenzar un Año Litúrgico para avivar la fe de la comunidad cristiana y para ofrecer un espacio acogedor de vida nueva a los alejados. Monseñor Ricardo Tobón Restrepo Arzobispo de Medellín

Mié 23 Nov 2016

Perdonar el aborto

Por Pbro. Raúl Ortiz Toro - Tamaña sorpresa nos ha dado el Papa Francisco en su Carta Apostólica “Misericordia et misera” firmada el pasado 20 de noviembre, cuando en el numeral 12 declara que “de ahora en adelante concedo a todos los sacerdotes, en razón de su ministerio, la facultad de absolver a quienes hayan procurado el pecado de aborto. Cuanto había concedido de modo limitado para el período jubilar, lo extiendo ahora en el tiempo, no obstante cualquier cosa en contrario”. Algunas consideraciones nos resultan: En primer lugar, el Papa evita hablar de la pena que conlleva cometer el delito-pecado del aborto que es la excomunión latae sententiae, ya que no hace parte de su lenguaje; sin embargo, el canon 1398 lo deja en claro aun cuando Francisco no lo aluda explícitamente. En segundo lugar, esta Carta traerá implicaciones en el Código de Derecho Canónico, sobre todo en lo que respecta al título “De la cesación de las penas” pues las disposiciones y el lenguaje canónico están acomodados a la remisión exclusiva del Ordinario de lugar (generalmente se trata del Obispo) y excepcionalmente el sacerdote que es delegado como penitenciario (canon 508), el que confiesa al penitente en peligro de muerte (canon 976) y el que confiesa al penitente con agobio moral (canon 1357). Tercero, el Papa deja en claro que todo esto se lleve a cabo “no obstante cualquier cosa en contrario” lo que nos permitiría pensar que el Obispo en su diócesis puede dar indicaciones precisas de tono pastoral; se me ocurre, solo como hipótesis, que el Obispo podría decirles a sus recién ordenados que se abstengan de absolver este pecado durante el primer año de ministerio mientras adquieren una práxis penitencial más adecuada. Pero también que inste a sus sacerdotes a que se cercioren de la contrición en el penitente, absteniéndose de absolver a quien no muestre verdadero arrepentimiento: muchos casos se han visto de personas que confiesan el pecado sin sentir dolor por haberlo cometido o, como lo adujo el Papa en otro lugar (en el libro entrevista “El nombre de Dios es misericordia”), ni siquiera sienten dolor por no sentir dolor. De todos modos, se nos viene a los sacerdotes un gran desafío y es la atención esmerada y medicinal a estas personas que, generalmente, llegan desechas al confesionario. Lo hemos hecho en este pasado Jubileo como excepción y debemos ahora implementarlo como regla. Cuando he tenido la oportunidad de dictar cátedra de “Audiendas” (que es el curso para confesores) insisto en que al penitente se le encamine a la práctica de penitencias que lo conviertan en “Apóstol de la Vida”. En otras palabras suelo poner estas tres prácticas penitenciales: 1. La oración: de sanación espiritual para sanar las heridas que deja este hecho y aliviar los recuerdos cargados de culpa, sobre todo, acompañada de alguna práctica de piedad como, por ejemplo, tres visitas al Santísimo o la Novena a Nuestra Señora de Guadalupe, patrona de los niños no nacidos. En esa oración recomiendo orar por las parejas que pasan por la tentación de abortar para que encuentren la fuerza de Dios para evitar ese pecado. 2. El testimonio: Sin contar la historia personal, el penitente es invitado a dar consejo a tiempo y a destiempo, sobre todo a quienes quieran atentar contra la vida. Se les invita a que defiendan siempre en sus conversaciones una posición decidida en favor de la vida humana. 3. La caridad: Hay muchos niños que necesitan del apoyo de personas que sean sensibles a sus necesidades; el penitente debe ser invitado a que ejerza la caridad y el servicio con niños que bien podrían ser sus hijos. Bien podría haber otras penitencias adecuadas como medicina para aliviar el dolor moral de quien ha cometido este pecado; lo importante es que sean proporcionales al pecado cometido y no vayan a ser tomadas simplemente como una práctica vacía. Por Pbro: Raúl Ortiz Toro Docente del Seminario Mayor de Popayán [email protected]

Lun 21 Nov 2016

Un mensaje para los jóvenes

Por Monseñor Gonzalo Restrepo - Los jóvenes son la mayor reserva de un país. En los jóvenes se encuentra el futuro de todos los desarrollos y progresos del país. La cultura, la ciencia, las instituciones sociales, la familia, las creencias y las manifestaciones culturales, nuestra idiosincrasia, nuestras costumbres, la manera de relacionarnos y hasta el lenguaje, depende, en buena medida, de los jóvenes. Por eso, tenemos que cultivar la juventud. Tenemos que apoyar a nuestros jóvenes, permitirles que tengan alas para volar, mente amplia y clara para discernir y voluntades muy definidas y fuertes para decidir. Las semillas que sembremos en los jóvenes no se perderán. Lo importante es que siempre estas semillas encuentren el cariño, la compañía y el calor humano de quienes caminamos con ellos. Estar al lado de los jóvenes es un privilegio. Uno se rejuvenece, uno siente la energía de ellos y se entusiasma, uno vuelve otra vez a tener la espontaneidad perdida. Con los jóvenes uno es capaz de arriesgarse, de seguir adelante a pesar de las caídas y las dificultades. Los jóvenes nos enseñan a perdonar y reconciliarnos, a vivir no tanto del pasado ni del futuro, sino del presente. La juventud es un tesoro que hay que cultivar y conservar. No se pierde la juventud con el pasar de los años, sino cuando dejamos que nuestro corazón, nuestra sensibilidad, nuestros sentimientos, se envejezcan, se vuelvan sin sentido ni sabor, pierdan su lozanía y humanidad. Los jóvenes son descomplicados, y casi siempre informales. Tienen un sentido crítico y de análisis muy agudo y, en ocasiones, llegan a la incomprensión y a la exigencia exagerada. Quieren que todas las cosas se resuelvan “ya”; no dan espera, tienen el sentido de hacer las cosas inmediatamente y muy directamente, sin intermediarios. Son explosivos. Están llenos de energía y siempre están activos. Los jóvenes son generosos, comprometidos y sinceros. Las tareas que tienen en sus manos, aquellas de las cuales están convencidos, las realizan hasta el final. En ocasiones son inconstantes. No son temerosos sino arriesgados. Si valoráramos a los jóvenes en su punto justo, si los acompañáramos más, si les mostráramos más caminos, si los entusiasmáramos más con nuestra vida y nuestro testimonio, si descubriéramos sus valores, si dialogáramos más con ellos, si les diéramos más responsabilidades, si confiáramos más en ellos, si pensáramos más en el futuro de nuestras familias, de nuestra cultura y de nuestra sociedad, entonces, estaríamos cosechando los mejores frutos para el futuro. Estaríamos asegurando calidad y valores, hogares bien formados, instituciones sanas y sin corrupción, liderazgos políticos, sociales, culturales y científicos. Aseguraríamos una educación integral fundamentada en los valores, en la convicción y en el sentido social y solidario que tanto necesitamos. Si acompañáramos más a nuestros jóvenes, el problema de la drogadicción y de la soledad que muchos de ellos arrastran, sería mucho menor y estaría siempre en plan de superación. No desperdiciemos el tesoro de los jóvenes. Y ustedes jóvenes no pierdan sus días y su tiempo en ocupaciones sin sentido. El estudio, la cultura, las buenas relaciones, el deporte, la familia, el noviazgo, los amigos y las amigas, las diversiones, sus encarretes y sus hobbies, son valores muy grandes que ustedes deben aprovechar y hacer crecer en todo sentido. Jóvenes: ustedes son los responsables del mañana de nuestra sociedad y nuestro país. No pierdan el tiempo porque jamás lo podrán recuperar. Adelante. Jamás dar un paso atrás, siempre adelante, con el mayor sentido de superación y crecimiento. + Monseñor Gonzalo Restrepo Arzobispo de Manizales

Vie 18 Nov 2016

¿Se clausura el año de la misericordia?

Por Mons. Ricardo Tobón Restrepo: El Año de la Misericordia, convocado por el Papa Francisco, se ha clausurado el 13 de noviembre en todas las diócesis del mundo y una semana después, en la solemnidad de Cristo Rey, se clausura también en Roma. Ha sido un año de gracia en el que toda la Iglesia ha vivido la experiencia de la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, y ha recibido la misión de anunciarla a todo el mundo. Nos ha permitido sentir de nuevo el abrazo de Dios. Ha sido una llamada, un despertar, un relanzamiento de la vida a partir de la certeza de que Dios nos ha amado primero, nos ha perdonado, nos acompaña y remedia las carencias de ser o de bien que se dan en nuestra miseria humana. Pero el Año de la Misericordia no puede pasar sin habernos dejado una nueva forma de pensar, de vivir y de ser misericordiosos como el Padre. En nosotros tiene que quedar para siempre la experiencia de la compasión de Dios que nos ha sido revelada en Jesucristo y que se vuelve una fuente permanente de alegría, de serenidad, de libertad y de paz. En efecto, hemos aprendido a interpretar y a realizar nuestra vida desde el camino de felicidad que nos propone en el Evangelio, desde el perdón que Él nos ofrece siempre, desde el amor creador con que nos trabaja cada día. Este Año Jubilar debe continuar despertando en nosotros la misericordia que habita en nuestro corazón de hijos de Dios, colmados de su amor. De esta manera, la misericordia debe ser la vía maestra que lleve a la Iglesia a cumplir su misión de ser un signo vivo del amor del Padre santo y providente. Y, por lo mismo, será para cada uno de nosotros una llamada a hacernos cargo, a través de las obras de misericordia, de las dificultades y debilidades de nuestros hermanos, especialmente de los más pobres, que son los privilegiados del amor paterno de Dios. El Jubileo continuará manteniendo en nosotros la certeza clara de que somos peregrinos en camino hacia la meta que es Dios y que la Puerta Santa para entrar es Cristo. En verdad, Cristo es la epifanía definitiva de Dios, que nos enseña a ser hijos y a ser misericordiosos a través de la escucha de la Palabra, de la celebración de su misma vida en la Liturgia a lo largo del año, de la vivencia pascual en los sacramentos particularmente la Eucaristía, de la alegría de la fraternidad en cada comunidad cristiana y del mandato misionero de entregar a otros el Evangelio que hemos recibido. A lo largo de este año, con buena voluntad, cada uno ha buscado recibir y dar los mejores frutos. Dios ve el corazón y conoce los esfuerzos que hemos hecho. El Año de la Misericordia en realidad no se termina; es como un horizonte que nos seguirá mostrando nuevas riquezas y nuevas posibilidades, que es preciso aprovechar. Es como un surco que quedó sembrado y ahora nos corresponde continuar cultivando con responsabilidad y esperanza las plantas que nos darán una fecunda cosecha. Es como un acicate, cargado de humanidad, que seguirá impulsando nuestras vidas hacia la santidad, el apostolado y la caridad con todos. Cerrar el signo exterior, la Puerta Santa, no significa que las gracias de este año dejen de estar presentes en nosotros. El Año de la Misericordia es como un gran río que se alarga en la llanura del mundo y de la historia y cada gota irá regando la vida de los hombres y los pueblos con el consuelo y la alegría del Evangelio. Es como un libro que quedará abierto; cada página continuará revelando el resplandor del amor de Dios y cada página seguirá siendo una oportunidad para que escribamos nuestros actos de misericordia con los demás. El Año de la Misericordia no se acaba; tiene la fuerza vivificante del río, tiene la fascinación del libro que ofrece cada día una página nueva. + Monseñor Ricardo Tobón Restrepo Arzobispo de Medellín

Mié 16 Nov 2016

El arte de confesar

Por Pbro. Raúl Ortiz Toro - Una pareja de holandeses pregunta, estupefacta, a un guía en la Basílica de San Pedro: “What is this?” (¿Qué es esto?). Algunos japoneses se acercan; quieren saber de qué se trata. El grupo se encuentra delante de un invento de San Carlos Borromeo en el siglo XVI, que el guía señala con el dedo índice y acompaña el gesto con una voz un tanto sepulcral, como si se tratara de un artificio de esoterismo, diciendo: “Es un confesionario”. Los oyentes deben seguir preguntando, porque no les dice nada la descripción: ¿Para qué sirve? ¿Quién lo usa? ¿Qué importancia tiene? Desde hace ya un buen tiempo se nos viene diciendo que el sacramento de la confesión está en crisis. Algunos confesionarios en la actualidad suelen estar vacíos: en Europa por falta de penitentes y en América por falta de confesores. Hace un tiempo salió una noticia novedosa en Francia sobre un sacerdote que había revivido su parroquia con un “novedoso método”: Se sentaba a confesar. Toco el tema porque en la conclusión del Año Jubilar de la Misericordia la gente ha acudido masivamente al sacramento de la confesión pero son, en general, los que regularmente se confiesan; algunos casos excepcionales se presentan, pero el gran porcentaje de penitentes es de fieles que suelen hacerlo y, la verdad, no son muchos, comparados con la cantidad de católicos que asisten a Misa. Algún sacerdote se quejaba de que antes del Concilio Vaticano II había más confesiones que comuniones y que después del Concilio más comuniones que confesiones. ¿Es verdad? Y, si lo es, ¿Qué cambió después de 1965? Si bien es cierto que el Concilio alentó en algunos numerales a la práctica de la confesión, sin embargo, el cambio de paradigma pastoral supuso una prelación a las formas no sacramentales de la Reconciliación como, por ejemplo, el acto penitencial de la Misa que, en lengua propia, permitió una mayor conciencia de pecado pero sin la catequesis suficiente consintió pensar que era suficiente incluso para el perdón de los pecados graves; además de ello, el perdón de los pecados por la escucha de la Palabra de Dios (no en vano la oración secreta del sacerdote, después de proclamar el evangelio, es: “Las palabras del Evangelio borren nuestros pecados”) y la oración de perdón en la oración individual, influencia de corte pentecostal, con la que muchos se conforman en la comodidad y soledad de su habitación. Pero también es cierto que gran parte de la crisis de la confesión se debe a que los sacerdotes dedicamos poco tiempo a este sacramento; además, en algunos casos, la moderna terapia psicológica ha desplazado a la confesión como método de catarsis para quienes la usaban con este fin y, sobre todo, la pérdida del sentido de pecado ha ocasionado que muchos no vean útil pedir perdón. Lo que sí es cierto es que una de las maneras concretas de sentirse pastor el sacerdote es sentándose a confesar. No es fácil; se encuentran allí casos de santidad que nos cuestionan, casos de conversión que nos alientan a seguir dando una palabra de misericordia, casos de contumacia que nos mueven a la compasión y a la oración. Un buen legado de este Año Jubilar, para penitentes y sacerdotes, ha de ser cuestionarnos sobre el papel de la confesión en nuestra vida: si hemos hecho lo suficiente y si lo hemos hecho bien. Por Pbro: Raúl Ortiz Toro Docente del Seminario Mayor de Popayán [email protected]