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obispo de cúcuta

Vie 2 Dic 2022

Preparémonos para la venida del Señor

Por: Monseñor José Libardo Garcés Monsalve - Comenzamos un nuevo Año Litúrgico con el Tiempo de Adviento que posee una doble característica, en primer lugar, es el tiempo de preparación a la Navidad, solemnidad que conmemora la primera venida del Hijo de Dios en la carne, cuando Jesús se hace uno de nosotros, “y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14); y es a su vez, el momento que hace que todos dirijamos la atención a esperar el segundo advenimiento de Cristo, un tiempo de esperanza, por la llegada del momento en que participaremos de la gloria de Dios, en el encuentro con el Señor cara a cara. Desde el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo y el regreso al Padre en la gloriosa Ascensión al Cielo, tenemos la certeza que Él siempre está con nosotros y camina con nosotros, “sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 20). Esta certeza ha acompañado a la Iglesia a lo largo de toda su historia y en cada celebración de la Navidad, vuelve a resonar en nuestro corazón, al prepararnos paso a paso para la segunda venida del Señor. De la presencia permanente del Señor, debemos sacar un impulso renovado en la vida cristiana, con el deseo interior de caminar desde Cristo y con Cristo, en un proceso de conversión constante que es transformación de la vida en Él y que renovamos con alegría y fervor interior al comenzar este Tiempo de Adviento, como preparación para que Jesús siga naciendo en nuestro corazón. Todo el trabajo pastoral y la evangelización que realizamos a lo largo del año, tiene como objetivo hacer que Jesús se quede en el corazón de muchas personas, para que al celebrar su nacimiento en cada corazón, cada creyente tenga un nuevo nacimiento para tener la vida eterna, porque “el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3, 3), de tal manera que, el proyecto pastoral tiene a Jesucristo como centro a quien “hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste” (‘Novo Millennio Ineunte’ #29), que preparamos en este Tiempo de Adviento cantando con entusiasmo “ven Señor Jesús” (1 Cor 16, 20). El Hijo de Dios que se hizo hombre por amor al ser humano, sigue realizando su obra en nosotros, por eso tenemos que disponer el corazón para convertirnos en testigos de su gracia y también ser instrumentos de ese don para los demás. Prepararnos para celebrar la Navidad, es contemplar a Jesús que nos invita una vez más a ponernos en salida misionera: “Vayan pues y hagan discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19). El mandato misionero nos introduce en el misterio mismo de la Encarnación, invitándonos a tener el fervor y el ardor para comunicar ese mensaje, así como lo hicieron los primeros cristianos. Para ello, tenemos la certeza que contamos con la fuerza del mismo Espíritu que fue enviado en Pentecostés y que nos entusiasma hoy a comunicar el mensaje de salvación, animados por la esperanza en Jesucristo que lo trasforma y lo renueva todo. Comenzamos un tiempo del año, en el que vamos a estar muy saturados por lo que el comercio ofrece para preparar la Navidad, que termina por opacar y desdibujar el verdadero sentido del Adviento como preparación para celebrar el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Contemplemos en cada una de estas semanas a Jesús, que viene a salvarnos, abramos el corazón a la gracia de Dios y dispongámonos con un corazón limpio a celebrar este tiempo, como un momento de gracia para caminar con Cristo, siguiéndolo a Él que es Camino, Verdad y Vida, que nos lleva hasta el Padre (cf. Jn 14, 6). Por otra parte, este Tiempo de Adviento nos invita a detenernos desde el silencio del corazón a captar la presencia de Dios en nuestra vida y la importancia de la gracia de Dios que habita en nuestros corazones, que es luz para nuestras vidas que no todos perciben, pero que los cristianos reconocemos como la luz de Cristo que ilumina nuestros corazones. Tendremos muchas luces externas en este tiempo, que iluminan las calles y las casas, pero no dejemos apagar la luz de Jesucristo que quiere iluminar el camino de cada uno, para vivir caminando desde Cristo, sin las tinieblas del mal y del pecado. Como creyentes en Cristo, nosotros tenemos la misión de ser reflejo de la luz de Cristo, que iluminó la noche de Belén donde nació Jesús como “Luz del mundo” (Jn 8, 12) y nos pidió que fuéramos luz para los pueblos, “ustedes son la luz del mundo” (Mt 5, 14), cumpliendo el mandato misionero que será posible si nos abrimos a la gracia que nos trae este Tiempo de Adviento y nos hace hombres nuevos en Jesucristo Nuestro Señor, que está con nosotros todos los días hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28, 20), mientras que anhelamos la segunda venida del Señor. Que la Santísima Virgen María, Madre de la Esperanza y el glorioso Patriarca san José, custodio del Niño Jesús, alcancen del Señor la gracia de vivir este tiempo en la espera gozosa del Señor. Agradecidos, sigamos adelante. En unión de oraciones, reciban mi bendición. + José Libardo Garcés Monsalve Obispo de la Diócesis de Cúcuta

Jue 24 Nov 2022

La caridad es la vocación cristiana

Por: Monseñor José Libardo Garcés Monsalve - Desde hace ya varios años el Papa Francisco nos ha convocado hacia el final del año litúrgico a celebrar una Jornada Mundial de los Pobres, con el propósito de sensibilizar a todos los cristianos, para que produzcan el fruto maduro de la fe y la esperanza en Jesucristo Nuestro Señor, en la manifestación de la caridad, que es el culmen de las virtudes cristianas y la puerta de entrada al Cielo. “Vengan benditos de mi Padre, tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber; era un extraño, y me hospedaron; estaba desnudo, y me vistieron; enfermo y me visitaron; en la cárcel, y fueron a verme” (Mt 25, 34-36), concluyendo que cada vez que un cristiano hace esto por un hermano necesitado, lo está haciendo por el mismo Jesucristo. La caridad es una virtud que se cosecha en el corazón del cristiano que ama a Dios con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas, y con todo el ser, ama al prójimo como a sí mismo, sabiendo que en estos dos mandamientos está todo lo que necesita un creyente para salvarse (cf. Mt 22, 37-40), concluyendo con esta verdad que la caridad no es una acción social que pertenece a una organización de beneficencia, sino que es una expresión del amor de Dios que se hace presente a través de un creyente que ha entendido su compromiso cristiano en la comunidad de creyentes que es la Iglesia, que se deja guiar por la fe que actúa por el amor (cf. Ga 5, 6). La caridad es la vocación que tiene el cristiano para mirar el dolor, el sufrimiento, la enfermedad y la herida del otro que está tirado en el camino y tenderle una mirada de amor, como manifestación del amor que viene de Dios. Jesús lo enseña en la parábola del “Buen samaritano”, cuando le responde al experto en la ley que le pregunta quién es el prójimo (cf. Lc 10, 30-36), invitándolo a hacer otro tanto, haciéndose prójimo del que sufre sin preguntar por su identidad política, social o religiosa. Así lo reitera el Papa Francisco en ‘Fratelli Tutti’: “La propuesta es la de hacerse presentes ante el que necesita ayuda, sin importar si es parte del propio círculo de pertenencia” (FT 80), invitándonos a todos a hacernos prójimos y a “dejar de lado toda diferencia y, ante el sufrimiento, volvernos cercanos a cualquiera” (FT 80). Vivir la caridad cristiana no es un aprendizaje que se recibe en las academias donde se llena el cerebro de la ciencia humana, sino que es fruto de la fe en Dios que nos enseña a amar al prójimo con el corazón de Jesús, sin cálculos humanos, reconociendo al mismo Jesucristo en todos los que sufren, tal como nos lo ha enseñado en el Evangelio al hablar de la ayuda que damos a los demás (cf. Mt 25, 31-46), descubriendo que “para los cristianos, las palabras de Jesús implican reconocer al mismo Cristo en cada hermano abandonado o excluido” (FT 85). De esta manera, entendemos que el cristiano tiene vocación a la caridad porque está en unión íntima con Dios, que lo mueve desde dentro a ser un instrumento en sus manos para realizar su obra con los que están caídos en el camino de la vida. La caridad nace de un cristiano contemplativo, que se pone de rodillas frente al Señor y allí encuentra la motivación más profunda para volverse prójimo del que sufre. El Papa Francisco expresa esta verdad cuando afirma: “La altura espiritual de una vida humana está marcada por el amor, que es ‘el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de la vida humana’” (FT 92), concluyendo que la caridad es posible en un cristiano que se relaciona con Dios a través de la oración y que se mantiene en la gracia y en la paz del Señor y la transmite a los que están en su entorno. En todos los ambientes sociales queremos la paz y hacemos cálculos humanos para tenerla, llegando a convertirla en un negocio mezquino, olvidando que la paz es un don de Dios que brota de la caridad y desde la caridad, que es amor de entrega total se puede lograr que el corazón del hombre se transforme y transforme la sociedad, ya que “la caridad, con su dinamismo universal, puede construir un mundo nuevo, porque no es un sentimiento estéril, sino la mejor manera de lograr caminos eficaces de desarrollo para todos” (FT 183), de tal manera que la caridad no es solamente el centro de todas las virtudes, sino que es también “el corazón de toda vida social sana y abierta” (FT 184). Con esto entendemos que la caridad va mucho más allá de una jornada en la que servimos a los pobres. La caridad es el sello del cristiano y está todo el tiempo en el corazón. La caridad es la manera de ser del cristiano, que en el camino de la vida se agacha a sanar las heridas de quien está caído en el camino de la vida. Sigamos adelante construyendo juntos un mundo nuevo y mejor desde la caridad, que es el amor de Dios que se hace presencia a través de cada uno de los cristianos, que peregrinamos en la santa Iglesia de Dios, hasta llegar un día a la salvación eterna. Que la Santísima Virgen María, madre de la caridad y el glorioso Patriarca san José, custodien la fe y esperanza en nosotros, que produce el fruto maduro de la caridad y agradecidos, sigamos adelante. En unión de oraciones, reciban mi bendición. + José Libardo Garcés Monsalve Obispo de la Diócesis de Cúcuta

Lun 24 Oct 2022

Evangelizar a los que están lejos

Por: Monseñor José Libardo Garcés Monsalve - Avanzamos en este mes de octubre dedicado en la Iglesia a la oración, reflexión y ayuda a las misiones en todo el mundo y sobre todo, a tomar conciencia de la tarea evangelizadora de la Iglesia y de cada uno de los bautizados, en muchos ambientes y sectores que están físicamente cerca de nosotros, pero viven muy lejos de Dios y de su Palabra de Salvación. Ya el tiempo donde todos en la familia eran creyentes con fe firme, está pasando, y estamos en una época donde muchos recibieron el bautismo, pero en lo que se refiere a la fe, son indiferentes e incluso, rechazan abiertamente a Jesús. El Papa Pablo VI, en su momento, así lo percibía cuando afirmó: “aunque el primer anuncio va dirigido de modo específico a quienes nunca han escuchado la Buena Nueva de Jesús o a los niños, se está volviendo cada vez más necesario, a causa de las situaciones de descristianización frecuentes en nuestros días, para gran número de personas que recibieron el bautismo, pero viven al margen de la vida cristiana” (‘Evangelii Nuntian¬di’ #52). Esta realidad descrita por el Papa Pablo VI, es un fenómeno común en las nuevas generaciones de muchas de las familias creyentes y por esta razón, el Papa Francisco vuelve a retomar el tema cuando llama a evangelizar en todos los ámbitos, sin descuidar la pastoral ordinaria que se orienta al crecimiento de los creyentes, de manera que respondan cada vez mejor y con toda su vida al amor de Dios. Es necesario reconocer el ámbito de las personas bautizadas que no viven las exigencias del bautismo y también hace el llamado a proclamar el Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado (cf. ‘Evangelii Gaudium’ #14), recordando que “los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable” (EG 14). La preocupación de toda la Iglesia, pastores y fieles, a lo largo de los siglos ha sido anunciar el Evangelio a los que están alejados de Cristo y por eso, en una época se identificaban los alejados con quienes habitaban fuera de las fronteras de nuestro entorno y existía una vocación misionera para atender directamente a esos hermanos nuestros. Pero hoy la realidad de los alejados está presente en nuestro territorio, en nuestra Diócesis, en las periferias y en el centro de nuestra ciudad, en la parte urbana y en el campo. Por ello, retomamos como propio el llamado del Papa Francisco cuando nos dice que “la actividad misionera representa aún hoy día el mayor desafío para la Iglesia y la causa misionera debe ser la primera” (EG 15), de tal manera que, lo tenemos que hacer presente con la salida misionera a la que estamos convocados todos los creyentes. La salida misionera es el camino adecuado en este momento de nuestra historia para volver a traer al redil de la Iglesia a la oveja perdida. Jesús en el Evangelio nos da el testimonio del Pastor bueno que sale a buscar una oveja perdida, dejando las noventa y nueve en el redil (cf. Lc 15, 4-6), hoy tenemos que retomar la salida misionera para ir en busca de las noventa y nueve, dejando una en nuestro redil. Si no lo hacemos entre todos, corremos el riesgo de dejar a todo el pueblo de Dios a la deriva, con la conciencia que “cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio” (EG 20), periferias que vemos avanzar en nuestra ciudad, no solamente por la limitación física de los recursos de muchas personas, sino por el vacío en la fe que padecen muchas personas que son nuestros vecinos y cercanos. Recordemos que los discípulos que se reunieron en torno a Jesús y que salieron a predicar con Él, no tenían un lugar para permanecer, porque “el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Mt 8, 20); siempre fueron itinerantes, siempre estaban en misión de un lugar para otro y así nació la Iglesia, en camino, en salida misionera. El Papa Francisco nos recuerda esta verdad cuando afirma: “La intimidad de la Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante, y la comunión esencialmente se configura como comunión misionera. Fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo” (EG 23). La Iglesia comunidad de creyentes en su tarea evangelizadora tiene el mandato de la salida misionera. En nuestra Diócesis de Cúcuta estamos disponibles a cumplir con esta tarea, siendo comunidad de discípulos misioneros que nos involucramos y acompañamos a todos y les entregamos con gozo el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo. Que la Santísima Virgen María, Estrella de la evangelización y el glorioso Patriarca san José, fiel custodio de la fe, alcancen de Nuestro Señor Jesucristo, el fervor pastoral, para estar siempre en salida misionera. En unión de oraciones, reciban mi bendición. + José Libardo Garcés Monsalve Obispo de la Diócesis de Cúcuta

Mié 20 Jul 2022

¡Este es el Sacramento de nuestra fe!

Por: Mons. José Libardo Garcés Monsalve - Cada vez que celebramos la Eucaristía hacemos profesión de fe en este admirable sacra­mento, que es Jesucristo presente en el altar para alimentarnos con su Cuerpo y con su Sangre y fortale­cernos en el camino de la vida en esta tierra y abrirnos la puerta del Cielo en la eternidad, “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6, 54), de tal mane­ra que la Eucaristía tiene que ocu­par un lugar central en nuestra vida cristiana. Así lo enseñó el Concilio Vaticano II cuando afirmó que “la Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana” (LG 11) y “fuente y cima de toda evangeli­zación” (PO 5), de tal manera que no tenemos que esperar milagros o manifestaciones extraordinarias en nuestra vida de fe, porque en la Eucaristía tenemos al que es todo, a Jesucristo nuestro Señor, tal como nos lo ha enseñado el Concilio: “La Sagrada Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo” (PO 5). Jesucristo en persona se hace pre­sencia real en la Eucaristía cum­pliendo lo anunciado en el Evan­gelio, “sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 20), de tal manera que la presencia eucarística es certeza sacramental de que Cris­to, el Salvador, está presente en la vida de cada uno, guía los pasos de cada creyente y acompaña la vida en las luchas, dolores e incertidumbres y también en los momentos de ale­gría y entusiasmo, para que vivamos la propia historia como una historia de salvación, con una fe profunda que culmina en el permanecer con Cristo, como respuesta a la súplica confiada en la oración que los dis­cípulos de Emaús nos han enseña­do para implorar que Jesús habite en nuestro corazón: “Quédate con nosotros Señor” (Lc 24, 29), supli­cando que se quede en nuestro ho­gar, en los ambientes de trabajo y en la sociedad tan golpeada por tantos males y pecados que la dividen y la destruyen. El camino de nuestra fe fortalecido con el sacramento de la Eucaristía, nos debe llevar a una experiencia profunda de amor, porque la Eucaris­tía es escuela de ca­ridad, de perdón y reconciliación, in­dispensable en los momentos actuales, cuando la humanidad está desgarrada por odios, violencias, re­sentimientos, rencores y venganzas, que están destruyendo y dividiendo la vida de las personas, de las fami­lias y de la sociedad, que se percibe desmoronada y abatida por la falta de Dios en el corazón de cada per­sona que deja entrar toda clase de males. Frente a tantas incertidumbres y di­ficultades que pretenden desanimar a quienes trabajan por el estableci­miento del bien y de la caridad entre los pueblos, es necesario que brille la esperanza cristiana, que necesa­riamente tendrá que brotar de la Eu­caristía, que cura todas las heridas provocadas por el mal y el pecado que se arraiga en la vida personal y social, que sana la desesperación en la que podemos caer, frente a tanto mal y violencia en el mundo y en nuestra región, donde la vida huma­na es pisoteada y destruida y el ser humano manipulado por todas las formas de mal que quieren arraigar­se en la sociedad. Frente a este panorama tenemos la certeza que nos da la fe, que la Eucaristía es forma superior de oración que ilumina la historia per­sonal como historia de salvación, donde Dios está siempre presente y al centro de cada combate humano, cristiano y espiritual. La Eucaristía tal como la presenta la liturgia de la Iglesia es oración de alabanza, ado­ración, profesión de fe, invocación, exaltación de las maravillas de Dios, petición y súplica de perdón, ofrenda de la propia existencia, intercesión ferviente por la Iglesia, por la humanidad y las ne­cesidades de todos. Todo está en la Euca­ristía, especialmente en la plegaria eucarística donde se concentra el poder total de la oración. Esta realidad que vivimos en torno a la Eucaristía se lleva a plenitud en la comunidad de los hijos de Dios, que es la Iglesia, de tal manera que como dice el Concilio “ninguna comuni­dad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la Santísima Eucaristía” (LG 11), realidad que ha profundizado san Juan Pablo II cuando nos ha enseñado que “la Iglesia vive de la Eucaristía” añadiendo además que “esta verdad encierra el núcleo del misterio de la Iglesia (Ecclesia de Eucharistia 1), que es misterio de comunión, pues la “Eucaristía crea comunión y educa a la comunión” (Ibid 40), que debe ser interna por la disposición interior a la gracia, y externa, incluyendo el decoro y el respeto por la celebración de la Eucaristía, con las normas litúrgicas propuestas por la Iglesia, para forta­lecer el sacramento de la fe en cada creyente. Al participar en la Eucaristía que­damos con el compromiso de ir en salida misionera a comunicar a Jesucristo presente en el Santí­simo Sacramento, siendo testigos de la misericordia del Padre para con nosotros y convirtiéndonos en instrumentos del perdón hacia los demás, para vivir perdonados y re­conciliados, con apertura a recibir el don de la paz que el Señor nos trae en cada Eucaristía y de esa ma­nera salir de la Santa Misa con la misión de sembrar amor donde haya odio, perdón donde haya injuria, fe donde haya duda, esperanza donde haya desesperación, luz donde haya oscuridad, alegría donde haya tris­tezas; para vivir en un mundo más unido y en paz, donde todos seamos instrumentos de comunión, para gloria de Dios y salvación nuestra y del mundo entero. Que la Santísima Virgen María y el glorioso Patriarca san José, alcancen del Señor todas las gracias y bendiciones necesa­rias, para reconocerlo en la Santa Eucaristía, que es el ¡Sacramento de nuestra fe! En unión de oraciones, sigamos adelante. Reciban mi bendición. + José Libardo Garcés Monsalve Obispo de la Diócesis de Cúcuta

Lun 23 Mayo 2022

La paternidad y maternidad: vocación a custodiar la vida

Por: Mons. José Libardo Garcés Monsalve - En el mes de mayo veneramos de manera especial a la Santí­sima Virgen María, Madre del Niño Jesús y con Ella celebramos con alegría la misión de las madres, que han permitido la vida de sus hi­jos, protegiendo, defendiendo y cus­todiando la vida humana en todas sus etapas. Asistimos a un momen­to histórico en el que la maternidad llega a considerarse un obstáculo para la realización de la mujer, sin embargo, es exactamente lo contra­rio, la maternidad es una vocación que viene del Señor, con la misión de custodiar la vida humana como regalo de Dios. En este orden de ideas, celebrar el día de la madre es reconocer una vocación y una misión que está ins­crita por Dios en el corazón de cada mujer y que realiza plenamente con la vocación y misión del padre, que a ejemplo de San José custodia la vida del nuevo ser que se gesta en el seno materno. El Papa Francisco así lo expresó en Amoris Laetitia cuan­do dijo: “Todo niño tiene derecho a recibir el amor de una madre y de un padre, ambos necesarios para su maduración íntegra y ar­moniosa. Respetar la dignidad de un niño significa afirmar su nece­sidad y derecho natural a una ma­dre y a un padre” (AL 172). Cada mujer ha recibido de Dios la vocación de acoger la vida, abrazar­la, protegerla, darla a luz, alimentar­la, sostenerla, acompañarla y de esa manera realizar su vida como mujer y madre, que descubre la belleza del nuevo ser humano que va crecien­do y desarrollando su ser de manera integral, con la ayuda, la compañía y la custodia del padre, que da al hijo la capacidad de enfrentarse al mundo. De esa manera paternidad y maternidad se complementan y aportan al crecimien­to y desarrollo de la vida humana. Así lo expresa el Papa Fran­cisco cuando afirma: “La madre, que ampara al niño con su ternura y compa­sión, le ayuda a des­pertar la confianza, a experimentar que el mundo es un lu­gar bueno que lo recibe, y esto per­mite desarrollar una autoestima que favorece la capacidad de intimidad y la empatía. La fi­gura paterna, por otra parte, ayuda a perci­bir los límites de la realidad, y se caracte­riza más por la orientación, por la salida hacia el mundo más amplio y desafiante, por la invitación al esfuerzo y a la lucha” (AL 175). Paternidad y maternidad hacen par­te de la vocación y misión del ser humano para conformar familia y para generar la vida humana, que se recibe en el hogar como don de Dios y que hay que respetar, custodiar, proteger y cuidar en todas las etapas de la existencia del ser humano. El cuidado paterno es tan importante como el materno y juntos contribu­yen al desarrollo armónico del niño. Así lo expresa el Papa Francisco: “Un padre con clara y feliz iden­tidad masculina, que a su vez combine en su trato con la mujer el afecto y la protec­ción, es tan necesario como los cuidados maternos. Hay roles y tareas flexibles, que se adaptan a las cir­cunstancias concretas de cada familia, pero la presencia clara y bien definida de las dos figuras, femeni­na y masculina, crea el ámbito más adecuado para la maduración del niño” (AL 175). De todo esto se desprende que la familia tal como Dios la quiso des­de el principio, un padre, una madre y unos hijos, con­tribuye a construir persona y socie­dad en armonía y equilibrio, dando a cada nuevo ser lo suficiente para su crecimiento y desarrollo sano, que permita en un futuro relacionarse con Dios, consi­go mismo, con los demás y con el mundo que lo rodea de manera sana y estable. Esto constituye un reconocimien­to de la paternidad y la maternidad como una contribución a la forma­ción de la sociedad, porque “una sociedad sin madres sería una so­ciedad inhumana, porque la ma­dres saben testimoniar siempre, incluso en los peores momentos, la ternura, la entrega, la fuerza mo­ral” (AL 174), pero una sociedad sin padres, sería carente de tenaci­dad y capacidad para la lucha; un matrimonio sin hijos, sería como un jardín sin flores, porque “el amor siempre da vida. Por eso, el amor conyugal no se agota dentro de la pareja. Los cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan más allá de si mismos la realidad del hijo, refle­jo viviente de su amor, signo per­manente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del pa­dre y de la madre” (AL 165). Estamos llamados a fortalecer la fa­milia como célula fundamental de la sociedad y como Iglesia doméstica, donde se genera, se protege, se de­fiende y se custodia la vida humana. “La familia es el ámbito no sólo de la generación sino de la acogida de la vida que llega como regalo de Dios” (AL 166). Que al celebrar en este mes de mayo a la Santísima Virgen María y al glorioso Patriarca san José, poda­mos reconocer la paternidad y la maternidad como una vocación y misión para custodiar la vida huma­na en todas las etapas. Que a ejemplo del hogar de Naza­ret, podamos fortalecer nuestras familias con vocación a la genera­ción y acogida de la vida, que ayuda a fortalecer la fe, la esperanza y la caridad, en el ejercicio de nuestra vocación y misión. En unión de oraciones, sigamos adelante. Reciban mi bendición. + José Libardo Garcés Monsalve Obispo de la Diócesis de Cúcuta

Lun 28 Mar 2022

San José, maestro de la escucha

Por: Mons. José Libardo Garcés Monsalve - Hemos celebrado la solem­nidad de san José, patrono de la Iglesia Universal, de nuestra Diócesis y de varias ins­tituciones de nuestra Iglesia Par­ticular. Son muchas las virtudes que hemos reflexionado sobre la figura de san José, pero en este momento lo vamos a considerar como maestro de la escucha. San José escuchó todo lo que Dios le pedía y en el silencio de su vida lo pudo realizar, en una acti­tud obediente a la voluntad de Dios. El Evangelio nos presenta a san José en silencio, sin embar­go, toda su vida es una escucha atenta de la llamada del Señor, con corazón abierto y disponible para todo lo que Dios le pide. San José escuchando en silencio supo contemplar el misterio del plan de Dios, que se hizo hombre como nosotros, para perdonarnos y lle­varnos a la vida eterna. El Papa Francisco ha convocado a la Iglesia Universal a participar del sínodo, que tiene como lema: “Por una Iglesia sinodal: comu­nión, participación y misión”, haciendo énfasis en la necesidad de la escucha de unos para con otros, realidad tan difícil de con­cretizar en una sociedad del ruido, de los afanes, del individualismo y la ansiedad, que impide arrodi­llarse en silencio a escuchar; en primer lugar, la Palabra de Dios que nos guía, nos orienta y nos ilumina, pero también escuchar al otro, que necesita una escucha atenta, compasiva y misericordio­sa, capaz de mirar el dolor ajeno y hacerlo propio. Escuchar significa hospedar al otro en el propio co­razón, y por eso la escucha es una puesta en práctica de la caridad, es la obra de caridad más necesa­ria, sencilla y eficaz en el momen­to presente. El ambiente familiar hoy necesita muchos espacios de escucha, el esposo que escuche a la esposa, la esposa que escuche al esposo, y como padres escuchen a los hijos, estos también escuchen a sus pa­dres y juntos escuchen al Espíritu Santo, para descubrir entre todos la voluntad de Dios, de tal mane­ra que en el hogar no prevalece el que más grite, maltrate o alce la voz, sino quien sea capaz de permanecer en silencio escuchan­do al otro, sin pedir muchas razones y explicaciones, sino hospedando al próji­mo en la propia vida, para compartir juntos las alegrías y las tris­tezas, los aciertos y desaciertos del diario vivir. San José con una fe firme nos en­seña a escuchar la voz de Dios, con la disposición de la obedien­cia a su voluntad y con gran doci­lidad, a su Palabra. La misión que se le confiaba no era fácil de en­tender en el momento, sin embar­go, con la simplicidad de su vida interior, supo contemplar al Señor y obedecer sus mandatos desde una vida silenciosa. San José que vivió en silencio fue el primero en escuchar la Palabra. Al respecto San Juan Pablo II en ‘Redempto­ris Custos’ (Custodio del Reden­tor) afirma: “El clima de silencio que acompaña a todo cuanto concierne a la figura de José se extiende también a su trabajo de carpintero en su casa de Nazaret. Se trata de un silencio que revela de manera especial el perfil in­terior de esta figura. Los Evan­gelios hablan exclusivamente de lo que José ‘hizo’, pero permite descubrir en estas ‘acciones’, envueltas en el silencio, un clima de profunda contemplación del misterio de Dios” (RC 25). Este silencio es contemplativo del misterio de Dios, que como luz ilumina a todo ser humano, por eso san José habló más con el si­lencio que con las palabras, él que conoce su misión, la cumple totalmente y está completamen­te atento y presente para hacer la volun­tad de Dios, en una actitud de obedien­cia sin límites. San José el hombre de la fe, de la disponibili­dad, de la obedien­cia y de la entrega de sí mismo para realizar los pla­nes de Dios y servir a la humani­dad, es modelo en nuestro camino de vida cristiana y en mostrar con el ejemplo de vida el Evangelio a todos los que nos encontramos ca­minando juntos en la misión que cumplimos. Desde el primado de la Gracia de Dios y de la vida interior en cada uno, san José enseña la sumisión a Dios, como disponibilidad para dedicar la vida de tiempo com­pleto a las cosas que se refieren al servicio del Señor, logrando ha­cer su voluntad, desde el ejercicio piadoso y devoto a las cosas del Padre Celestial, que ocupaban el tiempo del niño Jesús, desde que estaba en el templo en medio de los doctores de la ley escuchándo­los y haciéndoles preguntas (Cf. Lc 2, 46 - 49). Ser cristiano hoy teniendo como modelo a san José, es vivir la fe sin buscar protagonismos, vivir la esperanza con la confianza pues­ta en Dios, aún en los momentos de dolor, saber estar como Ma­ría al pie de la Cruz, esperando la promesa de la salvación y vi­vir en cada momento la caridad como amor total a Dios, en quien vivimos, nos movemos y existi­mos, también amando al prójimo en una entrega de total donación y escucha, sobre todo a los más pobres, sencillos y humildes que están frente a nosotros. La Iglesia siempre ha mirado a María y a José como modelos y patronos, reconociendo que ellos, no sólo merecieron el honor de ser llamados a formar la familia en la que el salvador del mundo quiso nacer, sino que son el signo de la familia que Él ha querido reunir; la Iglesia sinodal: comunión, participación y misión. Que la contemplación de la figura de san José nos ayude a todos nosotros a ponernos en camino, dejando que la Palabra de Dios sea nuestra luz, para que así, encendido nuestro corazón por ella (Cf. Lc 24, 32), podamos ser auténticos discípu­los de Jesús y transformar la vida en Él, siguiéndolo como Camino, Verdad y Vida, en la acogida de la Palabra de Dios y en la escucha de unos para con los otros caminan­do juntos. Para todos, mi oración y mi bendición. + José Libardo Garcés Monsalve Obispo de la Diócesis de Cúcuta

Mar 15 Mar 2022

“Estaba perdido y lo hemos encontrado” (Lc 15, 32)

Por: Mons. José Libardo Garcés Monsalve - El Papa Francisco nos ha en­señado en su magisterio que “los excluidos y marginados son nuestros hermanos”, invitando con ello a todos los bautizados a hacer la caridad con las familias y personas más vulnerables y necesi­tadas de la sociedad, manifestando con las obras caritativas en favor del prójimo el amor que le tenemos a Dios, porque como dice san Juan: “pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4, 20), de tal manera, que lo que garantiza que el amor a Dios es genuino, es la salida al encuentro del hermano que está perdido. Así lo expresa Aparecida cuando afirma: “Los discípulos mi­sioneros de Jesucristo tenemos la tarea prioritaria de dar testimonio del amor a Dios y al prójimo con obras concretas. Decía San Alberto Hurtado: ‘en nuestras obras, nues­tro pueblo sabe que comprendemos su dolor’” (DA 386). Esta realidad constituye el núcleo de la predicación de la Iglesia que tiene en el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo la doctrina, que ha desarrollado a lo largo de los siglos en su magisterio. El Evangelio ilu­mina el servicio pastoral que rea­liza la Iglesia en favor de los más vulnerables, que abarca el esfuerzo por rescatar la dignidad humana, saliendo al encuentro del que está perdido para encontrarlo, tal como lo manifiesta la misericordia del Padre cuando acoge al hijo desca­rriado que estaba perdido y ha sido encontrado (Cf. Lc 15, 32). Cada año al comenzar la Cuaresma escuchamos de nuevo resonar en el corazón la frase “Conviértete y cree en el Evangelio” (Mc 1, 15) que significa, en primer lugar, revi­sarnos para transformar la vida en Cristo, dejando el pecado que nos esclaviza, pero es también hacer presente la caridad de Cristo en los hermanos, que es un mandamiento para todos nosotros, sabiendo que la puerta de entrada al cielo es la caridad, tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, estuve necesitado y me au­xiliaron; vengan benditos de mi padre a poseer el Reino eterno, la gloria del cielo, (Cfr. Mt 25, 31 - 46). Como cristianos, como Iglesia Católica actuamos en el nom­bre del Señor y lo ha­cemos con la misma fuerza de su amor para con nosotros, que hace que todos nos sinta­mos hermanos, hijos de un mismo Padre. En la Diócesis de Cú­cuta hemos dado una mirada a tantos ado­lescentes y jóvenes que están perdidos en la drogadicción, son hermanos nuestros de todos los estratos sociales que por diversas circunstancias han parti­do de la casa paterna, malgastando todos sus bienes y perdiendo todo, incluyendo su dignidad. Son hijos de Dios que están perdidos y ne­cesitamos salir a encontrarlos, a darles una mano, sin la preten­sión de resolverlo y transformar­lo todo, pero haciendo algo por ellos, con la única intención de entregar lo único que tenemos, cinco panes y dos peces, que aun­que es muy poco, como le dicen a Jesús los discípulos del Evangelio en el episodio de la multiplicación de los panes (Cf. Jn 6, 9), quere­mos donarlos para aliviar en algo la situación de abandono en la que se ven sumidos muchos hermanos nuestros que caen en el flagelo de la droga, con la certeza que el Señor multiplicará con abundancia toda obra de caridad que se realiza en su nombre. Conscientes de esta realidad que nos afecta a todos y por la que mu­chas familias sufren, en la Diócesis de Cúcuta este año queremos hacer presente la caridad de Cristo para con tantos niños y jóvenes droga­dictos, iniciando una experiencia de atención a esta población, mediante un centro diocesa­no que nos permita ayudar a quienes es­tán en la drogadic­ción, acompañando también a sus fami­lias, tantos padres y madres que sufren por un hijo que está perdido en la droga y que hay que salir a encontrarlo. Para cumplir con este propósito la Campaña de Comu­nicación Cristiana de Bienes de este año 2022 y de los años veni­deros, estará dedicada a iniciar esta obra de atención a drogadictos. Los cristianos católicos de Cúcuta queremos a través de la Diócesis, salir al encuentro de los más vul­nerables a causa de la droga y por eso la meta es comenzar a crear un centro de atención, con la ofrenda que cada uno aporte para este pro­pósito. Se trata de que todos aporte­mos los cinco panes y los peces del Evangelio y seguro que el Señor multiplica para poder sacar adelan­te la obra. Ponemos en las manos de Dios esta misión y convoco a todos los fieles de las parroquias y las instituciones a compartir desde lo poco o mucho que tengan, con esta población vulnerable, hacien­do realidad en la vida personal y familiar esas palabras del tiempo Cuaresmal, “Conviértete y cree en el Evangelio” (Mc 1, 15). La entrega de amor que Dios ha rea­lizado en Cristo y actualizado en la Eucaristía debe ser continuado por la Iglesia y por todos los bautiza­dos, en la disposición por compar­tir los bienes con los necesitados, a ser misericordiosos como el Padre, caritativos y solidarios con todos, promoviendo en todo momento la dignidad de la persona humana, la justicia, la paz y la reconciliación. Las comunidades cristianas hemos de tomar conciencia de que el fru­to maduro de la vida cristiana es la caridad, que significa tener un co­razón misericordioso para salir en busca del hermano que está perdido y que el Señor nos ha encomendado la misión de encontrarlo. Que esta Cuaresma que hemos ini­ciado sea un tiempo de gracia para reafirmar nuestra respuesta de fe, esperanza y caridad a la llamada que Dios nos hace a la conversión y a la Santidad, escuchando y le­yendo el mensaje del Señor, medi­tándolo y creyendo en su Palabra y con ello convertir nuestra vida, si­guiendo las palabras del Evangelio y comunicando esa buena noticia a los hermanos, transmitiendo su mensaje con nuestras palabras y obras de caridad, con la certeza que en el nombre del Señor el hermano nuestro que “estaba perdido lo he­mos encontrado” (Lc 15, 32). En unión de oraciones, sigamos adelante. Para todos, mi oración y mi bendición. + José Libardo Garcés Monsalve Obispo de la Diócesis de Cúcuta

Vie 28 Ene 2022

Sigamos adelante escuchando la Palabra de Dios

Por: Monseñor José Libardo Garcés Monsalve - Hemos comenzado un nuevo año con propósitos, metas y proyectos renovados y con la esperanza puesta en Dios, que nos permite fortalecer nuestra vida y vocación en el lugar y la misión que el Señor ha confiado a cada uno. En este sentido también en nuestra Diócesis a nivel pastoral nos hemos propuesto caminar juntos, con el lema: “Desde el punto a donde hayamos llegado, sigamos adelante” (Flp 3, 16), que nos permite agradecer a Dios las gracias recibidas hasta este momento y ponernos en salida misionera, para seguir adelante en este proceso de fe, esperanza y caridad que vamos iluminando desde la Palabra de Dios. Sigamos adelante construyendo sobre roca firme, para ello es necesario seguir escuchando al Señor en su Palabra, que se convierte en norma de vida para nuestro caminar juntos escuchando al Espíritu Santo. Precisamente estamos celebrando el día de la Palabra de Dios, que nos invita a ser más conscientes durante todo el año, de la necesidad de escuchar la voz de Dios, que ilumina todos los acontecimientos y circunstancias de la vida, sobre todo, los momentos de cruz e incertidumbre. Se hace necesario seguir profundizando en el conocimiento de Jesucristo como Verdad suprema que nos conduce por los caminos del bien. La Palabra de Dios es la Verdad sobre la cual podemos fundamentar nuestras vidas con la máxima seguridad que vamos por el mejor de los caminos. En esa Palabra se habla de Jesucristo como “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6) y de todo el bien que hace en nosotros cuando la escuchamos atentamente y la ponemos en práctica. El Plan Pastoral de nuestra Diócesis de Cúcuta tiene como prioridad conocer y amar a Jesucristo que es nuestra esperanza, centrando todo el contenido de la reflexión en la Palabra de Dios, con el objetivo de formar a los miembros de las comunidades eclesiales misioneras en el conocimiento del Señor Jesús y en la transmisión del Evangelio en todos los ambientes, para seguir adelante fundamentados en la Palabra de Dios tal como lo enseña Aparecida cuando afirma: “junto con una fuerte experiencia religiosa y una destacada convivencia comunitaria, nuestros fieles necesitan profundizar el conocimiento de la Palabra de Dios y los contenidos de la fe, ya que es la única manera de madurar la experiencia religiosa” (DA 226c). Un cristiano que profundice en la Sagrada Escritura y se alimente de ella en la oración diaria, tendrá contenido para comunicar a los hermanos, mediante una vida coherente con el Evangelio y con sus palabras que resuenan como anuncio del Reino de Dios en el corazón de muchos creyentes. Eso constituye una siembra del Reino de Dios que puede hacer todo creyente que se siente interpelado por la Palabra de Dios y que siente en su corazón el deseo de comunicarla, primero en el ambiente del hogar y luego en los lugares en los que Dios nos pone para dar testimonio de Él, entregando cada día la vida al Señor. En el Proceso Evangelizador de la Iglesia Particular, pastores y fieles en este hoy de la historia estamos llamados a caminar juntos, fundamentados en la Palabra de Dios, así lo expresa Aparecida cuando hace el llamado misionero, “hemos de fundamentar nuestro compromiso misionero y toda nuestra vida en la roca de la Palabra de Dios” (DA 247), para encontrarnos con Jesucristo que es nuestra esperanza. Por eso el anuncio misionero en nuestra Iglesia particular lo vamos a centrar y a fortalecer en la Palabra de Dios entregada a los fieles en su integridad, como lo ha pedido Aparecida: “se hace, pues, necesario proponer a los fieles la Palabra de Dios como don del Padre para el encuentro con Jesucristo vivo, camino de ‘auténtica conversión y de renovada comunión y solidaridad’. Esta propuesta será mediación de encuentro con el Señor si se presenta la Palabra revelada, contenida en la Escritura, como fuente de evangelización” (DA 248). Desde el bautismo todos somos discípulos misioneros del Señor que anhelamos nutrirnos con el pan de la Palabra y el Pan de la Eucaristía, para seguir adelante comunicando el mensaje de salvación a todos los hermanos. Palabra de Dios y Eucaristía siembran en el creyente las semillas del Reino de Dios, que le permite llenarse de fervor pastoral, para comunicarlo con la vida y las palabras en un deseo sincero de evangelizar, transmitiendo el mensaje de la salvación a todos. Un deseo evangelizador que brota del conocimiento y amor por la persona, el mensaje y la palabra de Jesucristo. Así lo enseña el Papa Francisco cuando afirma: “La Palabra de Dios escuchada y celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta y refuerza interiormente a los cristianos y los vuelve capaces de un auténtico testimonio evangélico en la vida cotidiana. La Palabra proclamada, viva y eficaz, prepara para la recepción del Sacramento, y en el Sacramento esa Palabra alcanza su máxima eficacia” (EG 174). Vivimos momentos de cruz e incertidumbre por múltiples razones, que en muchos casos se debe a la ausencia de Dios en muchos ambientes y sectores de la sociedad. Como creyentes, discípulos misioneros, estamos llamados a seguir sembrando el Reino de Dios, comenzando por el ambiente familiar y extendiendo el anuncio también a otros, incluso aquellos donde no se conoce a Jesús o es abiertamente rechazado. Así lo ha pedido el Papa Francisco en Evangelii Gaudium cuando afirma: “remarquemos que la evangelización está esencialmente conectada con la proclamación del Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado. Muchos de ellos buscan a Dios secretamente. Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable” (EG 14). Sigamos adelante poniendo la vida personal y familiar bajo la guía de la Palabra de Dios que escruta nuestros corazones y nos permite renovar la vida interior, hasta el punto de convertir nuestra vida en Cristo, que es el centro de nuestra existencia y punto de apoyo en nuestras decisiones. Para todos, mi oración y mi bendición. + José Libardo Garcés Monsalve Obispo de la Diócesis de Cúcuta