Jue 14 Jun 2018
El Reino de Dios exige: humildad, confianza y discipulado
Primera lectura: Ez 17,22-24
Salmo Sal 92(91),2-3.13-14.15-16 (R. cf. Ez 17,24)
Segunda lectura: 2Co 5,6-10
Evangelio: Mc 4,26-34
Introducción
La Palabra de Dios nos presenta hoy la idea del Reino de Dios que exige la acogida humilde por parte del hombre. Este tema se vislumbra claramente en la primera lectura y en el Evangelio. En efecto, en ellos se presentan figuras agrícolas de la siembra, un cedro, para el caso de la primera, y un grano de mostaza, para el Evangelio. En dichos relatos se exalta la simplicidad y pequeñez de la semilla.
La Palabra de Dios también ofrece el tema de la fe o de la confianza en Dios. En efecto, el Salmo 91, que es considerado, en la liturgia y en la devoción popular, como el salmo de la confianza divina, presenta al hombre que confía en Dios, protegido de todo mal y de todo peligro. Igualmente, la segunda lectura habla de la confianza en Dios y pide caminar “a la luz de la fe” (2Co 5,7).
Otra idea, que emerge de la Palabra de Dios y que es indispensable en el seguimiento del Señor y condición para entrar en su Reino, es el del discipulado. Este tema está insinuado de forma muy modesta al final del Evangelio, en el último verso: “No les decía nada sin parábolas. Pero a sus propios discípulos les explicaba todo en privado” (Mc 4,34). Al respecto dice el Catecismo de la Iglesia Católica en el número 546: «Es preciso hacerse discípulo de Cristo para “conocer los Misterios del Reino de los cielos” (Mt 13,11)».
Los tres temas pueden presentarse en uno solo, pues, están indisolublemente unidos y se implican mutuamente, de esta manera tenemos que el Reino de Dios exige: humildad, confianza y discipulado.
¿Qué dice la Sagrada Escritura?
En la primera lectura vemos que el Señor escoge al humilde y rechaza al soberbio: “Yo el Señor, humilló al árbol elevado y exalto al árbol pequeño” (Ez 17,24). Recordemos que hace ocho días la primera lectura, tomada del Génesis, nos refería la caída de nuestros primeros padres, es decir, el pecado original, que consistió en dejarse tentar por el demonio y caer en la soberbia de desobedecer a Dios, de usurparle su puesto (“ser como Dios”). Ahora la Palabra, una vez más, habla de la necesidad de la humildad para poder entrar en la amistad con Dios, pues sólo el humilde obedece porque ama y se siente esencialmente dependiente de su Creador.
El salmo 91 es una oración especial de confianza en el Señor invocando su protección contra todos los males y peligros. Es muy especial la siguiente oración del verso 2: “Refugio mío, Dios mío, confío en ti”. La humildad requiere la confianza, el humilde se confía a Dios, el arrogante sólo confía en sí mismo, cree no necesitar de Dios y humilla a los demás. Por lo tanto, sólo el humilde ora de verdad y es escuchado por Dios, en cambio el soberbio, aunque se dirija a Dios no es escuchado porque en su interior no quiere seguirlo sino auto justificarse y manipular a Dios a su acomodo.
En la segunda lectura el apóstol san Pablo anima a la comunidad de creyentes a vivir no de lo que se ve, sino de la fe: “En todo momento tenemos confianza… Y caminamos a la luz de la fe y no de lo que vemos” (2Co 5,6-7). La confianza y la esperanza son concedidas a las personas de oración sincera, que se saben limitadas, inclinadas a aferrarse a sí mismas o a lo terreno, y que por lo tanto no se cansan de suplicar a Dios su fuerza para vivir de Él, de la fe, y no del engaño de poner la confianza en sí mismo, en los demás o en lo terreno.
En el Evangelio Jesús resalta la fuerza interior imparable que tiene en sí el Reino de Dios, lo compara con la semilla de mostaza que “es la más pequeña de las semillas, pero, una vez sembrada, crece, se hace la mayor de todas las hortalizas” (Mc 4, 31-32). Así es el verdadero discípulo que por su humildad y confianza total en Dios es acogido en la amistad con el Señor y es depositario de los misterios del Reino, pues, “Dios se enfrenta con los soberbios, pero da su gracia a los humildes” (Sant 4,6; 1Pe 5,5). El mismo Jesús lo dijo en otra ocasión: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has dado a conocer a los sencillos. Sí, Padre, así te ha aparecido bien” (Mt 11,25-26).